Es una niebla otoñal que hace famoso el vino dulce de Sauternes. Al pasar bajo las ramas de los árboles que se refrescan dando sombra a sus orillas, el afluente del Ciron se encuentra con las aguas más cálidas del ancho río Garonne, enviando una fina bruma sobre los viñedos cercanos. Las gotas perforan las cáscaras de la uva, y la bacteria trabaja sobre las perforaciones, Botrytis cinerea, o podredumbre noble, produce una uva arrugada dulce, de la cual se elabora un vino dulce en pequeñas y valiosas cantidades.
Pero la escasez ya es equivalente a lo deseable: Sauternes, la pequeña denominación en el territorio de Burdeos, pasó de moda. Su fama se debe a una cierta cosecha y a algunos admiradores famosos como el rey Alfonso XII de España, que lo declaró su vino favorito en el siglo XIX. En manos francesas, Sauternes es lo clásico para servir en un vaso de aperitivo y beber con foie gras antes de la cena; en otros lugares, se toma como una dosis costosa al final del postre.
En el Château Lafaurie-Peyraguey, ubicado entre algunas de las zonas vitivinícolas más preciadas del mundo, el Sauternes que se elabora con vides de la propiedad, se sirve en lo que se considera una moda herética: en un vaso de vidrio, con grandes cubitos de hielo y tiras de cáscaras de naranja, como un spritzer antes de la cena.
El castillo con la primera bodega de vino Primer Cru abre sus puertas como hotel: conduciendo por el dorado camino de grava y bajo los arcos de la calzada, rodeados por 36 hectáreas de vegetación de Primer Cru, hay un aire inconfundible de riqueza y santuario que parece listo para una empresa de una gama tan alta. El respaldo procede del propietario del castillo, el magnate suizo-alemán de perfumes y de Lalique, Silvio Denz, quien también es propietario de los castillos vecinos Faugères y Pé by Faugères.
Los acentos arquitectónicos del hotel han tardado largos y costosos meses; las mayores preocupaciones de Lafaurie-Peyraguey pertenecen a su pasado más profundo, con la cabeza que perdió en la guillotina un propietario anterior. Denz, al parecer, no se inmuta con ninguna vulnerabilidad que se relacione con el negocio de Burdeos: Faugères, entre las dos denominaciones de Castillion y St-Emilion, simplemente construyó una nueva bodega –la autodenominada “catedral del vino”, un rollo de concreto que diseñó el arquitecto suizo Mario Botta– para que el vino pueda clasificarse como el Primer Cru de Saint-Emilion.
- Te recomendamos París busca ser la capital del vino a nivel mundial
Después compró Lafaurie-Peyraguey por “un precio razonable”, dice con tranquilidad, la propiedad en Sauternes es más barata que la de St-Emilion. Lentamente se adquieren antiguas y muy bonitas cabañas de los trabajadores de viñedos un poco más adelante del castillo, una por una, para crear un área de spa en el futuro. En la cresta de la pendiente de las vides, las orgullosas torres del famoso Château d'Yquem lucen seguras por el momento, bajo la aún más poderosa propiedad de LVMH.
Como todos los demás en el castillo, Denz se ve poco preocupado por gastar millones en acondicionar un hotel de 10 habitaciones y tres suites. El otro hotel de Lalique, que abrió hace tres años en la antigua casa de René Lalique en Alsacia, asegura sus huéspedes con el atractivo de la buena comida, con un restaurante que ganó dos estrellas Michelin.
La diseñadora de interiores del hotel, lady Tina Green, que ha engalanado el lugar de pies a cabeza con un estilo entre galo y Gatsby de la moderna Lalique, nos lleva a un recorrido por la propiedad antes de la cena.
Al comenzar el proyecto, se decidió que los siglos de antigüedad del castillo podrían no tomar amablemente la imposición de un lujo vistoso o llamativo; en cambio, una versión country de Lalique estaba destinada a los muebles, aunque con las exclusivas lacas de brillo intenso y los toques de cristal característicos, un poco de glamour se unió a la visión supuestamente rústica.
- Te recomendamos Vino y gastronomía en Burdeos Más Estilo
“Mantuvimos todo lo antiguo que pudimos”, dice Green. “Pero (René) Lalique no era minimalista”. Los colores que recorren todas las habitaciones coinciden con el terreno exterior: un vivo terciopelo verde en el salón, casi tan brillante como las vides, y un rojo clarete (característico de Burdeos) en el bar de la biblioteca del piso de arriba. Esta paleta, en contraste con los antiguos muros de piedra y las vigas entablilladas, funciona muy bien y corre por todo el hotel.
Sin embargo, en las habitaciones son las vistas las que componen la mayor parte de la escena: bellas extensiones de viñas que solamente se interrumpen por el suave ruido de la maquinaria de la finca. Las comodidades materiales son grandes, con lino belga “rústico pero elegante” y mármol español de pared a pared en los baños. (Y los grifos de cristal de Lalique, por supuesto).
Que las aguas del río, la podredumbre noble y los suelos de gravilla de Sauternes son lo que permitieron que ese tipo de riquezas se sientan como una realidad terrenal a la que se le permite desempeñar un papel modesto en esta empresa bastante fabulosa. Que los huéspedes del hotel pueden adaptarse a Sauternes antes de la cena, o incluso del almuerzo, ese es otro asunto.