Llegar a Iquitos, un lugar olvidado en el tiempo con el aroma y calidez de cualquier puerto en vías de desarrollo, bajar y caminar por sus calles llenas de tuk tuks, (comercio informal de frutas y verduras, comida callejera, ropa y artículos electrónicos), se percibe la necesidad de sus habitantes por subsistir. La arquitectura neoclásica española abandonada le da al lugar una sensación de desgobierno y melancolía, que sumando el calor y el caos, lo hacen más notorio.
Horas después, llegamos a la embarcación. La dimensión no es tan impresionante como el material, color y gusto con el que está hecha. Al subir, la tripulación, vestida de lo más formal y con un lenguaje amable proveniente de cierta educación con influencia foránea, se mira motivada por las ganas y oportunidad de crecimiento.
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Navegamos por horas, apreciando un atardecer espectacular. Morado, rojo y amarillo inundaron el interior y la terraza, mientas la charla de reconocimiento con otros pasajeros comenzaron. Gente de Alemania, Canadá, Estados Unidos y Colombia, intercambiando ideas y cultura.
La primera expedición fue a caminar por la selva. No sabíamos qué esperar, los guías insistieron en que nos cubriéramos el cuerpo, usáramos repelente de insectos y que no tocáramos nada sin preguntar. Casi cualquier insecto causa una picadura mortal, y gran número de plantas son venenosas.
Nos recibió Bryan a la orilla del río con un machete y una sonrisa. Es un local valiente y algo desenfadado. “Vengan por acá, ¡síganme!”, dijo con un español a medias, con muchas ganas de mostrarnos “la gran farmacia verde”, como llaman a la jungla.
Por medio de relatos y cuentos sobre tradiciones familiares, nos explicó los diferentes usos de algunas plantas medicinales de la región, y nos contó cómo esta sabiduría ha pasado de generación en generación. Nos hizo saber que los niños que se portaban mal eran atados a un árbol donde les subían hormigas rojas por los pies, causando mordidas muy dolorosas.
De regreso al Aqua Nera II, los chefs cocinaron una deliciosa sopa de lima con la pesca del día, servida en unas pequeñas cazuelas de barro.
A la mañana siguiente, la expedición fue a una de las 150 comunidades que viven a orillas de las quebradas, y que cada temporada migran dependiendo de la altura del río.
Bajamos a conocer la casa de Doña Silvia, quien vive con sus ocho hijos, y duermen en una misma habitación. Nos ofreció una bebida tradicional de alcohol de caña. Nos contaron con tristeza que muchos de los jóvenes locales quieren desprenderse de sus raíces, dejar de hablar las lenguas indígenas e intentar volverse más “civilizados”. Ojalá esta civilización con la que tantos sueñan llegara filtrada solamente por la educación.
Nos enseñaron el caimán que cazaron y cocinaron a las brasas para el almuerzo, y la sopa de tortuga que harían con una casi viva cortada a la mitad.
Descubrir el Amazonas y sus cauces en una embarcación como el Aqua Nera II es una experiencia llena de matices. Un estado meditativo y de contemplación ante tanta belleza y ante el daño ambiental que nuestro estilo de vida le causa a algo tan perfecto.
Una anaconda adolescente de unos siete metros de largo nos sorprendió durmiendo, mientras hacía digestión, colgada frente a las ramas más cercanas al agua. Nos acercamos lo más posible, y admirar sus escamas.
Osos perezosos descansaban en lo alto de los árboles, pájaros prehistóricos, monos y una cantidad de insectos se dejaron ver con facilidad, recordándonos que son los verdaderos dueños del lugar.
La cena fue muy emotiva, era la despedida de la tripulación, que no fueron excelente guías y nos compartieron sus experiencias de vida y sabiduría ancestral. Un fuerte abrazo y un hasta luego, deseando algún día volver a esas aguas negras, donde si miras con detenimiento, encuentras tu propio reflejo.
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