A principios de junio del año pasado, el editor de FT Viajes me envió un correo electrónico para preguntarme si me gustaría hacer una reseña de la suite de hotel más cara de Londres. El Mandarin Oriental, dijo, acababa de gastar 100 millones de libras y su nueva suite en el penthouse estaba disponible para cualquiera con 42,000 libras para gastar en un refugio nocturno.
Al día siguiente, mucho antes de acostumbrarme a la idea de que hospedarse durante 24 horas en un hotel podría costar el doble de mi salario bruto anual como profesora en capacitación, vi las noticias en el sitio web de la BBC: “Mandarin Oriental: Enorme incendio en el hotel de Knightsbridge”.
Mi noche de lujo tal vez desapareció entre las llamas, pero no todo estaba perdido. Incluso sin poner un pie en el lugar, tuve un perfecto caso de estudio para mi clase de economía de noveno grado. Estaba tratando de explicar el concepto de los productos Giffen y Veblen, que violan la ley más básica de la economía que dice que un aumento en el precio se encuentra con una caída en la cantidad de demanda.
Con un producto de Veblen, mientras más caro es el artículo, más gente lo desea, y esta suite fue el mejor ejemplo que jamás haya encontrado. Su ventaja diferencial era ofrecer a los huéspedes la oportunidad de gastar entre 10,000 y 20,000 libras por noche en las suites más caras de Londres (en Lanesborough, Langham, Rosewood y Corinthia) a cambio de la tranquilidad de haber asegurado el sueño más costoso en el capital.
La respuesta de mis alumnos de 14 años –la mitad de los cuales califican para recibir comidas escolares gratuitas– a la suite de Veblen fue interesante. Casi nadie vio nada malo en una sociedad donde persiste tal desigualdad, ni nada malo en la cabeza de quienes desean gastar su dinero de esta manera. El consenso fue que cualquiera que ganara grandes sumas de dinero debería tener cosas muy caras en que gastarlo. “Si yo fuera Jeff Bezos”, dijo un niño que tenía la intención de convertirse en alguien como él algún día, “Definitivamente iría allí”. Lo único malo desde el punto de vista de los estudiantes fue que su profesora no pudo probarla.
Diez meses después, me ofrecieron una segunda oportunidad. La gran pila eduardiana en Hyde Park había vuelto a abrir, y se renovó la invitación a pasar una noche en la suite del penthouse.
Para entonces, ya estaba nerviosa a tal estado por las formas de los súper ricos, que cuando mi hija y yo nos dirigimos al hotel nos vimos reflejadas en un escaparate de Knightsbridge y pensé en lo andrajosas que nos veíamos. Posiblemente el hombre con abrigo color guinda en recepción en el renovado esplendor del hotel pensó lo mismo; pero si eso pensó, no lo demostró. En su lugar, una lluvia de afabilidad nos recibió. Me miró momentáneamente sorprendido por mi equipaje, una pequeña bolsa de lona que insistí en llevar, pero luego me aseguró que él siempre viajaba ligero.
En el noveno piso, abrió la puerta de la suite y casi choco con un segundo hombre de traje rojo estacionado en el umbral, sonriendo y diciédome que era mi mayordomo. Detrás de él se encontraba la suite.
El interior, diseñado por Joyce Wang, da una sensación instantánea de esterilidad, monotonía y vulgaridad. Todo es texturizado. Las puertas están hechas de lo que parece ser una melamina oscura y corrugada. El tema, supe, está destinado a ser Hyde Park. Estatuas de ciervos de bronce vagan por los muebles. Los patos vuelan a través de paredes texturizadas. Los candelabros de metal son como las grumosas ramas de un árbol.
Arreglos florales en forma de torre y una montaña de frutas tropicales al estilo de Carmen Miranda podrían haber proporcionado distracción de la fealdad, solo que sus colores chocaban con la pantalla del televisor. Este último ocupaba una gran parte de una pared y estaba sintonizado con un salvapantallas de la fachada del hotel.
Envié al radiante mayordomo con la solicitud de un poco de leche y comencé a explorar el espacio. Examinamos un gabinete de bebidas metálicas corrugadas asombrosamente horripilantes y nos preguntamos si habría algo en la suite que aceptaríamos si nos los regalaran. Finalmente, nos instalamos en las batas de toalla, cuyo grosor excesivo tenía un costo de de 42,000 libras si no era devuelto.
Nuestro juego fue interrumpido por la llegada del fotógrafo del FT, que había tomado fotografías en muchos hoteles de lujo. Echó un vistazo a la suite, se encogió de hombros y dijo: “Es el gusto de los oligarcas”.
En ese caso, retraigo todo lo que he escrito. Es posible que no haya nada malo con la suite más cara de Londres: en su lugar, la culpa recae en mí. Simplemente no tengo el dinero para apreciarlo.