Las fuerzas que impulsaron al presidente electo Donald Trump a la victoria serán objeto de análisis interminables. Muchos estadounidenses se despertaron el miércoles por la mañana sorprendidos de que pudiera volver a ganar. Pero de una cosa no hay duda: Trump ha hecho una campaña ferozmente eficaz.
Observarlo de cerca en esta tercera candidatura a la presidencia fue verlo mezclar comedia, furia, optimismo, oscuridad y cinismo como nunca antes. Fue un comunicador experto, capaz de transmutar el peligro legal y mortal para construir su propia mitología. Ganó nuevos seguidores y mantuvo cautivados a los antiguos.
En decenas de actos, vi cómo conectaba con todo tipo de personas en todo tipo de lugares. Madres de los suburbios en Washington, D. C. Militares en Detroit. Evangélicos en el sur de Florida. Bitcoiners en Nashville. Aficionados al fútbol universitario en Alabama. Bomberos en el bajo Manhattan. En mítines en Charlotte y Atlanta y Bozeman y Virginia Beach y el Bronx y más allá, tuve innumerables conversaciones con personas que se apresuraban a descartar o racionalizar cualquier controversia que girara en torno a él y en cualquier momento. La gente veía en él lo que quería ver. Y creían que, después de tantos años, lo conocían, y que él también los conocía a ellos.
“Nos entiende”, me dijo una granjera de heno y ganado vacuno una tarde de septiembre en Smithton, Pensilvania. Parecía una afirmación imposible, pero lo escuché constantemente y en los lugares más inverosímiles. ¿Cómo podía el hombre de la cuchara de plata y el tríplex dorado sobre la Quinta Avenida entender algo de la vida de esta mujer? “Simplemente sabe de dónde venimos”, se encogió de hombros.
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Trump utilizó la iconografía cristiana tras el atentado en Pensilvania
Estábamos dentro de un granero cuando dijo esto. Trump estaba a unos metros, sentado ante una gran mesa de madera. Detrás de él había pacas de heno apiladas y un tractor John Deere. Dirigió un debate sobre el costo de las semillas, los fertilizantes, el esquisto y los piensos. Los granjeros asentían mientras él les recordaba lo caro que se había vuelto todo a causa de la inflación . “Me siento muy a gusto con los granjeros”, dijo. Y ellos se sintieron muy cómodos con él.
El vínculo con Trump se profundizó para mucha gente tras el intento de asesinato en Butler, Pensilvania, en julio pasado. Mark Zuckerberg, cofundador de Facebook, dijo que la forma en que Trump se había levantado y había gritado “¡Lucha!” era “una de las cosas más impresionantes” que había visto nunca, y mucha gente parecía estar de acuerdo. Fue una inversión interesante: hasta ese momento, Trump sólo había interpretado a un tipo duro en televisión, codeándose con luchadores y practicando su mirada de Clint Eastwood. Ahora se había comportado de forma innegablemente dura en televisión.
La gente de todo el país empezó a considerarlo una mezcla de Rambo y John Gotti. Publicaban memes y llevaban camisetas con su ficha policial o su cara ensangrentada. A los estadounidenses les encantan los antihéroes y las películas de acción. La campaña adoptó la estética del “malote”. Cuando Trump volvió a Butler a principios de octubre, había veteranos militares que saltaban de aviones y se lanzaban en paracaídas al mitin mientras AC/DC sonaba a todo volumen por los altavoces.
Pero más allá de la mercancía y las acrobacias de alto impacto, el tiroteo proporcionó a Trump una nueva forma de conectar con ciertas personas a nivel espiritual. Hasta ese momento, algunos religiosos habían acogido a Trump con reticencia, viéndolo como un recipiente imperfecto en el mejor de los casos. Ahora había quien encontraba en su supervivencia una prueba de lo divino: la forma en que había girado la cabeza en el último momento, esquivando una bala literal.
Una conductora de autobús escolar me dijo en Butler que ahora estaba “mil por ciento” segura de que Trump había sido elegido por Dios para vencer al mal y que su victoria estaba predestinada. Fue una idea que escuché una y otra vez entre la multitud. De nuevo, Trump se acercó. Empezó a comunicarse de nuevas formas. En las redes sociales, publicó imágenes de San Miguel Arcángel luchando contra demonios. Hablaba mucho de sangre y hacía gestos curiosamente piadosos, como cuando agachó lentamente la cabeza en el escenario de la convención republicana para besar el casco de un bombero voluntario que había muerto en Butler.
Estudiosos de la religión y expertos en el martirio cristiano me dijeron que estaban sorprendidos por la nueva y sofisticada forma en que Trump utilizaba la iconografía cristiana. Había recorrido un largo camino desde escribir “¡FELIZ VIERNES SANTO A TODOS!” en las redes sociales en 2020 y hablar de “Dos Corintios” unos años antes.
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La convención republicana en una ‘ciudad horrible’
El mitin de Trump en la ciudad lacustre de Racine, Wisconsin, en junio parecía que tenía el potencial de ser incómodo. Ese mismo día, se había informado de que, durante una reunión a puerta cerrada con congresistas republicanos, había llamado a Milwaukee “ciudad horrible”. Se le dio mucha importancia, dado que pronto se celebraría en Milwaukee la Convención Nacional Republicana. Pero lo que los medios de comunicación y sus adversarios consideraron un momento embarazoso no fue percibido por ninguna de las personas con las que hablé ese día en el mitin.
Nadie se sintió ofendido ni sorprendido de que se refiriera así a su área metropolitana. Estaban de acuerdo con él sobre el estado de las cosas. Pensaban que quería mejorar las cosas. El revuelo causado por su comentario solo les divertía. A menudo había una pantalla dividida entre la forma en que los medios de comunicación interpretaban las cosas que decía Trump y cómo las oían sus votantes. (En octubre, yo estaba en Detroit, escuchándolo insultar a Detroit. Esto se convirtió en el tema de los titulares de ese día. Luego arrasaría en Míchigan).
Sus divagaciones sobre tiburones electrocutados y Hannibal Lecter y ballenas y molinos de viento fueron tratadas como las cavilaciones de un loco por una parte del público, y de los medios de comunicación, que se preguntaban si estaba colapsando. Pero había una razón por la que soltaba esos comentarios una y otra vez, y no era porque tuviera problemas cognitivos. Era porque la gente le hacía gracia. Siempre se reían. “Necesitas al menos la actitud de un comediante cuando te dedicas a esto”, dijo Trump en una entrevista con el conductor de pódcast Joe Rogan.
En julio, seguí a Trump a una convención sobre criptomonedas en el centro de Nashville. Había muchos hombres deambulando por allí que decían no saber qué pensar de él. ¿Era tan peligroso o estaba tan trastornado como algunos decían? Cuando Trump empezó a hablar, fue incómodo. No sabía cómo hablarles de la tecnología de cadena de bloques –“la mayoría de la gente no tiene ni idea de qué demonios es eso”, dijo aquel día–, pero una vez que consiguió que se rieran, fueron como masilla en sus manos. Al salir de la sala de convenciones, vi a algunos hombres que decían que no habían votado por él antes, pero que se sentían obligados a hacerlo.
Antes de que Trump llegara a Nashville ese día, un joven comediante habló en el escenario. Dijo algo muy ilustrativo sobre el atractivo de Trump para muchos en esta ocasión. El comediante razonó con los “bitcoiners” reunidos que Trump podría no ser tan malo, ya que parecía tener todos los enemigos adecuados, a saber, los medios de comunicación corporativos y las agencias de inteligencia. La multitud estalló en aplausos.
Es difícil exagerar el odio a las instituciones. A medida que avanzaba el año, y las batallas de Trump contra los tribunales y los medios de comunicación se recrudecían, empezó a adquirir un brillo contracultural que atrajo a nuevos tipos de jóvenes. En los mítines de Trump ya no solo acudían jóvenes de fraternidades y deportistas. En Racine, un chico de 16 años con el pelo largo y una camiseta de los Dead Kennedys acudió a su primer mitin.
En Bozeman, Montana, hablé con un joven que llevaba una camiseta de Lana Del Rey. Cuando Trump dio un mitin en el valle de Coachella, los creativos de Los Ángeles se desplazaron hasta allí; había cinéfilos que trabajan en Hollywood y gente curiosa del mundo del arte.
Este hombre de negocios de 78 años, a quien rara vez se ve sin traje y corbata, no parecía un punk. Sin embargo, atrajo con entusiasmo y luego acogió plenamente a un elenco de personajes críticos con la ortodoxia dominante, como Robert F. Kennedy Jr. En los mítines de Trump se exploraron temas nuevos y mordaces. Representantes como Tulsi Gabbard, Elon Musk y Tucker Carlson hablaron de los males de la censura y de un régimen similar al de 1984, dirigido por las grandes tecnológicas y el gobierno, que quería aplastar a todos los librepensadores. Todo esto conectaba con un público de mentalidad conspirativa que desconfiaba de las élites.
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Las formas ‘odiadoras’ de Trump
En julio, Trump asistió a una conferencia religiosa en el mismo centro de convenciones de West Palm Beach, Florida, donde pronunció su discurso de victoria el martes por la noche. Allí estaban jóvenes evangélicos de todo el país. Varios confesaron que no estaban del todo emocionados de que Trump se hubiera convertido en el candidato republicano. Un joven de Minneapolis dijo que le costaba asimilar las formas “odiadoras” del expresidente.
Había mucha gente así. Gente que deseaba que fuera diferente. Los votantes de más edad en un mitin en Wisconsin me dijeron que era doloroso oír a Trump ridiculizar la edad y la fragilidad del presidente Joe Biden. Las madres de los suburbios de Washington se estremecieron ante los comentarios misóginos que Trump publicó en internet sobre la vicepresidenta Kamala Harris (una mujer calificó sus mensajes de “vulgares”). Pero, en general, la gente estaba mucho más preocupada por lo que creían que podía hacer por ellos, y menos por cómo sonaban las palabras que salían de su boca. Muchos votaron por él a pesar de las cosas “odiadoras” y “vulgares” que dice, no porque las diga.
Pero el odio, y el miedo, también son fuerzas poderosas, y las tácticas alarmistas de Trump alcanzaron nuevos niveles en esta campaña. Al final, utilizó imágenes generadas por inteligencia artificial que mostraban a personas de piel marrón marchando hacia hospitales y atacando a mujeres. Su mensaje se había deshumanizado tanto que ya ni siquiera mostraba a seres humanos reales. Incluso algunos de sus partidarios lo consideraban demasiado “provocativo”, como me dijo una joven en Atlanta en octubre.
Sin embargo, el miedo seguía enganchando a la gente. En julio, en un pequeño y destartalado estadio de Charlotte, Carolina del Norte, giré mi silla de espaldas a Trump y al escenario. Observé todo el mitin de esta manera, estudiando los rostros de la multitud mientras su retórica los inundaba. Se podían ver los ojos saltones y las expresiones contorsionadas cuando Trump empezó a gritar sobre “violadores de niños” y “depredadores sanguinarios”. Nadie se distrajo ni miró su teléfono cuando describió con detalle sangriento a jóvenes mujeres cuyos cuerpos, dijo, habían sido profanados por inmigrantes.
Y sin embargo, a pesar de todo el lenguaje oscuro, a menudo había un optimismo alegre para quien quisiera oírlo. En el Bronx, en mayo, los residentes del distrito congresional más pobre del país se sintieron inspirados cuando habló de todo el éxito que había logrado, y le creyeron cuando dijo que quería que algo de eso se les pegara a ellos también.
“Piensen en el futuro [...] pero aprendan del pasado”, les dijo. “Vaya donde vaya, sé que si yo pude construir un rascacielos en Manhattan, puedo hacer cualquier cosa”. Las personas hispanas y negras lo aclamaron cuando dijo que “no importa si eres negro o marrón o blanco, o del color que seas, no importa. Todos somos estadounidenses y vamos a unirnos como estadounidenses. Todos queremos mejores oportunidades”.
¿Cómo cuadrar eso con todos los comentarios racistas vertidos meses después en el Madison Square Garden? Muchos especularon con que ese mitin acabaría con sus avances entre los votantes negros e hispanos. En realidad, obtuvo mejores resultados que nunca en toda la ciudad. El giro a la derecha fue especialmente notable en Queens, Brooklyn y el Bronx.