Esa mañana, el color ocre del amanecer se mezclaba con el aire húmedo del mes de abril, y la primavera oriental apenas despuntaba en ese rincón de Europa. Era día primero y la noticia del retiro de “los rusos” se esparció por toda la ciudad como un polvorín. La gente de Kiev celebraba sin saber lo que el campo de batalla en los suburbios del norte revelaría en las siguientes horas y días.
Tras el repliegue de las tropas rusas de la región de Kiev, un reguero de cuerpos esparcidos en calles, casas y patios, dejó al descubierto el infierno que vivieron los civiles en medio del fuego cruzado. Atados de manos y pies, alineados dentro de un sótano, uno al lado del otro con el tiro de gracia en la cabeza, boca abajo con el cráneo perforado por el impacto de una bala, incinerados vivos en un basurero, y arrojados en las escaleras o al lado de una bicicleta sobre una marca negra de sangre seca en el pavimento, los cuerpos de cientos de civiles encontrados en el suburbio de Bucha, contaron la historia visible de una masacre.
“Todos fueron asesinados”, dijo Anatoly Fedoruk, alcalde de Bucha, en una entrevista. Muchos no tuvieron siquiera tiempo para huir, a pesar de la estampida de los que sí salieron. Se encerraron y esperaron, anegando el miedo o el orgullo dentro de su pecho.
El avance del ejército ruso fue rápido. Las columnas de tanques y vehículos blindados inundaron las calles y los campos haciendo tronar la ensordecedora artillería. En ese momento la defensa de la ciudad fue decisiva. Las milicias nacionalistas, los voluntarios y los soldados ucranianos cortaron el paso a las tropas rusas a lo largo de kilómetros, convirtiendo los suburbios en campos de rabiosos enfrentamientos. Ahí los combatientes se abrían paso entre escombros y puentes derribados para dejar que los civiles rezagados escaparan. Esos corredores humanos, en realidad fueron pasajes estrechos y mortales bajo el fuego continuo de disparos y de metralla.
Durante semanas los suburbios de Irpin, Bucha y Hostomel se convirtieron en el hito de la batalla por Kiev. Las explosiones que venían de ahí retumbaban a kilómetros dentro de la ciudad, mientras las baterías de misiles caían en todas las direcciones. Pocos pudieron ver la carnicería que tuvo lugar, hasta que los enfrentamientos cesaron. Una mañana ya no hubieron explosiones, ni sirenas de bombardeos viajando saturadas en el vientecillo de la joven primavera oriental. Entonces la guerra, por primera vez, se sintió lejos.
La mañana que entramos a Bucha, un colega periodista y yo tuvimos que hacerlo rodeando el suburbio de Irpin. El día anterior habíamos descubierto que los caminos en Irpin eran casi intransitables: todavía se rompía el hielo al caminar, y todavía se hundían los zapatos en el lodazal de las calles rotas y los senderos de tierra. El lodo ocultaba las minas activas y los morteros sin explotar yacían aún incrustados en el piso. La devastación y el resto humeante de vehículos militares chamuscados; todo en conjunto parecía solo el patíbulo de lo que fue una masacre anunciada en Bucha.
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El primer cuerpo que vimos fue el de una mujer sentada dentro de un coche compacto abandonado a la mitad de la calle principal de Nove Hwy. La mujer yacía decapitada por el impacto de una bala de grueso calibre que atravesó el parabrisas. El aire matinal agitaba ligeramente los cabellos sueltos de la mujer que no habían quedado amasados entre la carne y la sangre seca. Más adelante sobre el camino, a la entrada de una arboleda, otro cuerpo, el de un hombre de mediana edad, yacía prensado entre el asiento y el metal comprimidos de un vehículo viejo después de haberle rodado encima la tracción masiva de un pesado tanque.
El deshielo se produjo rápido y la llovizna impetuosa salpicaba contra la montura de mis gafas. No estoy seguro si la molestia que sentí la produjo la humedad fría del ambiente o la abigarrada pesadumbre de tanta muerte. A quinientos metros de distancia, detrás de la iglesia de San Andrés, 350 cuerpos yacían arrojados en una fosa común. En un costado, una familia solitaria lloraba ante la tumba masiva, la pérdida de un familiar desaparecido. Si no hubiera sido por los sollozos, sus lágrimas se hubieran confundido con las gotas de lluvia en sus rostros.
Esa tarde, el cuerpo de un hombre cubierto con una tela blanca se empapaba suavemente con la llovizna silenciosa. A treinta metros, entre la ramada, el cuerpo de otro hombre yacía extendido y sin zapatos, pero a él no lo habían cubierto con ninguna tela blanca todavía. La oscuridad de la arboleda se extendía carretera abajo, y con ella el ladrido de los perros huérfanos de esta guerra, profundo y lamentable.
En otro punto de la carretera que rodea el camino a Zabuchchya, el cuerpo de un anciano se hallaba boca arriba con un boquete en el cráneo. La piel de las manos se veía amoratada, mientras se notaba la ausencia de sus ojos, pues estos ya habían sido comidos por las aves. A su lado, recostada sobre una de sus piernas, estaba una bicicleta despintada y oxidada. Al hombre lo alcanzó una bala mientras pedaleaba en el camino. Sobre su cuerpo, graznaban en círculos las aves que lo acechaban. Entonces lo cubrimos con una tela blanca y continuamos.
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Cruzamos las vías del tren hacia un barrio de clase trabajadora, atrás de un centro comercial que fue despedazado durante los combates. Desde las casas de madera en ruinas, los vecinos señalaban el cuerpo de un hombre que fue arrojado al fondo de las escaleras que bajan al sótano de un edificio. Su sangre se había derramado escaleras abajo dejando una marca oscura y seca. Fue ejecutado.
El llanto de una mujer irrumpió entonces. Era Tanya Nedashkivska, una mujer de 57 años que enterró el cuerpo de su esposo en el jardín de su casa, después de haber sido asesinado por hombres que vestían uniformes del ejército ruso. Frente a la tumba, Tanya contaba desgarrada cómo su esposo fue torturado ante sus ojos hasta que se lo llevaron y nunca lo volvió a ver con vida.
Afuera, siguiendo las marcas que dejaron los tanques sobre las jardineras y el concreto roto, tres niños huérfanos nos condujeron a una tumba improvisada donde los vecinos les ayudaron a enterrar a su madre, quien habría muerto en un refugio antibombas por la falta de medicamentos. El entierro fue apresurado y desgarrador. Los niños ahora, le hacían ofrendas de comida enlatada y jugo de frutas mientras marcaban la tumba de su madre con una cruz de palos.
Las calles no olían a muerte. La baja temperatura ayudó a conservar los cuerpos durante días. No se podía saber dónde estaban los muertos por su olor. Hubo que entrar a las casas para encontrarlos. Así aparecieron cientos de ellos.
A un kilómetro de ahí sobre las vías del tren, dos cuerpos en ropa de civil yacían semi cubiertos con ramas y hojas secas, en una zanja profunda. Cien pasos adelante, el cuerpo de un anciano estaba tendido boca abajo sobre un charco de sangre ennegrecida que se había derramado desde los orificios de su cara: nariz, ojos, boca y un disparo en la sien.
Doblando la esquina, Iryna Havryliuk, una mujer joven y aún en shock, esperaba ansiosa la ambulancia de la morgue mientras perseguía y extendía los brazos obsesivamente para dar alcance a un grupo de gatos que huían de ella. Su esposo y su hermano yacían muertos en el jardín de su casa, junto a ellos el cuerpo de otro civil rematado con un tiro en la cabeza, yacía entre dos pilas de concreto. Iryna reía nerviosa mientras paseaba errática.
En un momento volvió sobre sus pasos y se detuvo frente al cuerpo de su esposo; lo miró con dolor y se giró entonces hacia el cuerpo de su hermano, se hincó y acarició su cabeza con dulzura. Iryna apenas había derramado lágrimas, aunque su profunda tristeza encontró alivio cuando su padre se acercó para abrazarla.
La tragedia de la familia Havryliuk sucedió en la calle Ivana Franka. Al fondo de la misma, más allá del jardín de juegos para niños, junto a una pila de basura en la entrada de un lote baldío, los restos carbonizados de cuatro hombres, una mujer y un niño, yacían retorcidos unos sobre otros. Al parecer se trataba de una familia, la cual fue ejecutada y quemada.
En el cementerio los cuerpos se seguían acumulando después de una semana. Tanta muerte se desbordaba en la mirada cansada de los trabajadores de la funeraria. Tanta muerte hacia el movimiento pesado al apilar los cuerpos de hombres, mujeres y ancianos que llegaban en carretadas interminables día tras día. Algo llamó mi atención una tarde: un trabajador acarreó dos bolsas negras con facilidad. Llevaban dos cuerpos pequeños. El trabajador levantó la cara y encontró su mirada con la mía, entonces dijo: “Son niños”. No pudo ocultar en su mirada cansada el dolor que se cristalizó en un llanto reprimido. Luego respiró profundo y tragó saliva.
El autor es fotoperiodista y documentalista mexicano, ganó el Premio Pulitzer por su cobertura de la guerra en Siria.
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