En noviembre de 2000, como reportero de la televisión de Perú estaba en Tokio en una misión periodística. Trabajaba en el programa dominical ‘Panorama’. Era el martes 21 en Japón cuando, de pronto, sonó un teléfono celular que conseguí allá. El director del programa me pedía dejar todo lo que estaba haciendo para concentrarme en ubicar y entrevistar a Alberto Fujimori. Desde la tierra de sus ancestros, el presidente peruano de ascendencia japonesa acababa de renunciar a su alto cargo por medio de un fax.
Era el final de una grave crisis política erosionada por la difusión de la mayor prueba de corrupción que había hecho metástasis en su gobierno: un video mostraba cómo su asesor de inteligencia, Vladimiro Montesinos, entregaba 15 mil dólares en efectivo a un diputado de la oposición para que se cambiara al oficialismo. Con ese método burdo, Fujimori había logrado tener una mayoría parlamentaria espuria en su segunda reelección, o tercer mandato, iniciado el 28 de julio de 2000. Fujimori había sido elegido por primera vez en 1990, se reeligió en 1995, pero su tercer período apenas duraría cinco meses y no cinco años, como era su deseo.
Tras varios días de búsqueda con ayuda de peruanos de origen japonés que, al igual que Fujimori, se refugiaron en la tierra de sus ancestros, logré ubicar al presidente renunciante en casa de la famosa escritora Ayako Sono, amiga suya. Aunque no pude hablar directamente con él, sí lo hice con Víctor Aritomi, su cuñado que había sido el embajador de Perú en Tokio en toda la década que Fujimori gobernó. Aritomi estaba con él y logró darle nuestro mensaje. Le pedimos que explicara al pueblo peruano su renuncia inusitada, en medio de una verdadera crisis de la que Fujimori había huido irresponsablemente.
Nos citó al día siguiente en una suite de un hotel de cinco estrellas. Fue la primera entrevista que dio Fujimori después de renunciar. Recuerdo que vestía un traje oscuro, camisa blanca y una corbata de seda color amarillo intenso que resaltaba sobre su camisa.
Fujimori lucía impertérrito, como siempre, a pesar de que había dejado un país en convulsión. También había abandonado a su hija mayor, Keiko Sofía, sola en Palacio de Gobierno. Ella había reemplazado a su madre, Susana Higuchi, en el papel de Primera Dama; para entonces Higuchi era una diputada de la oposición y había contribuido a su caída. Fujimori respondió. Pero no satisfizo a nadie en Perú con sus explicaciones.
En su apogeo le decían ‘Chinochet’
Alberto Fujimori fue un profesor universitario desconocido que, en 1990, le ganó la presidencia al peruano más universal, Mario Vargas Llosa. Fue un ingeniero, matemático puro, cuya vida, obra y muerte están signados por fechas y simbologías.
Nació el 28 de julio de 1938, el día nacional de Perú, país al que llegaron sus padres desde Kawachi, una lejana y deprimida aldea de Japón. Murió el pasado 11 de septiembre, a los 86 años; tres años después y, a la misma edad, que su némesis terrorista, el líder de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán. Fue enterrado el 14 de septiembre, el mismo día que, hace 24 años, empezaba su caída al difundirse aquel video que probó inequívocamente la corrupción obscena en la que terminó su gobierno de una década.
Para bien o para mal, Fujimori ha marcado la vida de los peruanos en los últimos 34 años. Desde que irrumpió en la campaña electoral de 1990, como el modesto candidato que aspiraba a un asiento en el senado y terminó ocupando el Palacio de Gobierno.
Unos lo idolatran, calificándolo como el mejor presidente de la historia republicana, quien venció al terrorismo fratricida de Sendero Luminoso y al Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), e insertó al Perú en un círculo virtuoso de crecimiento económico. Otros lo tildan de corrupto, asesino, violador de derechos humanos y populista incorregible. En su apogeo como gobernante, lo llamaban ‘Chinochet’, en alusión al dictador chileno.
Lo que sí es un hecho histórico irrefutable es que el ingeniero Fujimori recibió un país al borde del colapso después del primer gobierno de Alan García. La guerrilla maoísta de Sendero Luminoso llevaba diez años desafiando al estado peruano. Los seguidores del mesiánico Abimael Guzmán controlaban varias zonas del Perú y se preparaban para el asalto final en su intento por arrebatar el poder con extrema violencia.
La crisis económica se cebaba con una inflación anual de 7.200%, lo que obligó al Banco Central a crear un nuevo signo monetario que valiese tres ceros más que el tradicional Sol peruano. Aunque la nueva moneda se llamó ‘Inti’, que significa sol en quechua, el ancestral idioma de los incas, no contuvo la devaluación exponencial de la moneda. El Perú había llegado a la última década del siglo XX al borde del colapso, a punto de ser un Estado fallido. Y Fujimori lo rescató de la cornisa.
Aunque fue elegido presidente al ofrecer recetas distintas a las que proponía Vargas Llosa para acabar con la hiperinflación, solo diez días después de ceñirse la banda presidencial, Alberto Fujimori anunció un incremento desmesurado en los precios de los alimentos de primera necesidad, al que se bautizó como el ‘fujishock’. Drástica medida de devaluación de la moneda local que detuvo la inflación descontrolada. Así empezó el saneamiento económico del país.
La amenaza subversiva y la corrupción
Cambió la estrategia política para combatir la amenaza subversiva que había provocado decenas de miles de muertos, una incalculable destrucción a la propiedad pública y privada e inmenso dolor. Entendió que no era sólo un problema militar o policial, sino esencialmente político.
Implementó políticas públicas para arrebatarle a la guerrilla maoísta bolsones de territorio tomado por su prédica de supuesta revolución en favor de los pobres. Incluso llegó a entrenar y armar a los campesinos para organizarlos en comités de autodefensa, el primer dique contra la barbarie senderista.
Su paso por el gobierno supuso la solución de estos graves problemas para un país pobre al que le había caído la tormenta perfecta. También significó la degradación de la democracia y, sobre todo, el envilecimiento de toda la clase dirigente a cuyos representantes, su poderoso asesor, Vladimiro Montesinos, corrompió con montañas de dólares en efectivo, puestos encima de una mesa de su oficina para que los recogieran en bolsas negras como soborno impúdico.
Ese acto ramplón de corrupción era grabado subrepticiamente en audio y video para asegurar la lealtad de los sobornados a través de la más burda extorsión. A su caída, a estos registros audiovisuales se les conoció como los “vladivideos”, y la proyección de esta saga supuso el final del fujimorato, los diez años (1990 - 2000) en los que el matemático indescifrable gobernó con mano dura y principios laxos. La prensa bautizó a este impresentable estilo de gobierno como el ‘fujimontesinismo’.
Montesinos organizó a un grupo de militares para aplicar terrorismo de estado en su combate a Sendero Luminoso, asesinando a nueve estudiantes y un profesor de una universidad pública y a un grupo de heladeros, entre ellos un niño de ocho años. Son los casos conocidos como La Cantuta y Barrios Altos por los que Fujimori fue condenado como autor mediato de estos crímenes.
Fujimori y Montesinos fueron socios durante una década pero, recién al séptimo año de su régimen, decidieron presentarse en sociedad a través de una entrevista televisiva complaciente, vestidos con el mismo traje y corbata. Se hundieron unidos por la misma daga.
El expresidente fue incluido en el ‘top ten’ de los gobernantes más corruptos del mundo, ocupando el séptimo lugar con una fortuna malhabida, estimada en más de 600 millones de dólares. Aunque la justicia peruana no llegó a encontrar el botín, ni en Japón ni en algún paraíso fiscal. A Montesinos, en cambio, sí le descubrieron decenas de millones de dólares en varias plazas offshore, además de una colección de joyas y relojes de altísima gama. Sigue preso en una cárcel que él mismo mandó construir para la cúpula senderista, en una base militar del Puerto del Callao.
Un país dividido entre fujimoristas y antifujimoristas
Gobernó diez años y cinco meses. Vivió en un exilio dorado en Japón por cinco años. Se postuló al Senado japonés sin suerte. Abandonó intempestivamente aquel país aterrizando en Santiago, donde fue arrestado y pasó dos años con arresto domiciliario hasta que la Corte Suprema de Chile aprobó la extradición reclamada por Perú.
Lo sentenciaron a 25 años de cárcel por crímenes atroces de violación a los derechos humanos y corrupción. Estuvo preso 16. Fue indultado, liberado y devuelto a su celda por intervención de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Recobró su libertad en diciembre pasado. Hace poco su hija Keiko Sofía anunció que su padre iba a postularse por cuarta vez a la presidencia en 2026. Pero ya sabía que el antiguo cáncer en la lengua, que le habían diagnosticado, había producido otro tumor incurable y había hecho metástasis en el pulmón. Eso terminó con su vida.
Por todo esto, el expresidente peruano ha dividido la política de Perú en fujimoristas y antifujimoristas. Los fujimoristas lo eligieron tres veces consecutivas en las postrimerías del siglo XX, aunque su segunda reelección era inconstitucional y con fundadas sospechas de fraude. Los antifujimoristas impidieron que su heredera política, su hija, ganase la segunda vuelta de las últimas tres elecciones presidenciales (2011, 2016 y 2021).
Ni el día de su muerte, Alberto Fujimori dejó de polarizar a los peruanos: el débil gobierno de Dina Boluarte organizó un funeral de estado declarando tres días de duelo nacional y, como era previsible, esta decisión desató las apasionadas críticas de sus incansables detractores. La pregunta inevitable después de enterrar su cadáver es si el fujimorismo podrá sobrevivir sin Alberto Fujimori.
Pionero en la región
Fujimori fue, al mismo tiempo, un presidente democrático, un típico dictador –que asumió poderes absolutos después de hacer un autogolpe de Estado– y un autócrata con suficiente popularidad como para postularse tres veces a la presidencia después de hacer una nueva Constitución, como un traje a la medida.
Los politólogos han tenido que inventar una nueva categoría para describir el régimen híbrido que inauguró Fujimori: autoritarismo competitivo. Después de él vinieron varios más en la región y alrededor del mundo. Antes que Hugo Chávez, él demostró que con suficiente aceptación popular se puede reescribir una Constitución, acumular mucho poder y erosionar la democracia por dentro. Fue Chávez antes de Hugo Chávez.
Fue precursor en demostrar que los liderazgos populistas no eran incompatibles con políticas promercado. Cortó de un tajo el déficit fiscal que ahogaba las finanzas públicas de un país en quiebra. Fue Milei treinta años antes que Javier Milei.
Convenció a los sufridos peruanos de que era mejor sacrificar algunos principios democráticos para acabar con la amenaza del terrorismo. Si los salvadoreños aplauden a rabiar a su presidente, Nayib Bukele, por haber terminado con el crimen organizado de las maras, los peruanos idolatran a Fujimori por arrinconar a Sendero Luminoso hasta que abandonaran su lucha armada. Fujimori fue Bukele antes que Nayib Bukele.
Si en las postrimerías del sexenio de Andrés Manuel López Obrador, la reforma judicial, aprobada por el Congreso mexicano para hacer que los jueces sean elegidos por voto popular, ha desatado duras críticas, especialmente de los analistas de la transición que califican la reforma de quiebre institucional; Fujimori resolvió su animadversión con un sistema de administración de justicia interviniendo groseramente el Poder Judicial, después de dar un autogolpe de Estado y perpetrando su control sobre la judicatura a través de una “comisión del más alto nivel”.
Quizás Fujimori fue AMLO antes que AMLO, con una diferencia fundamental: el saliente presidente de México sí tuvo la capacidad de endosarle su popularidad a su heredera política, Claudia Sheinbaum. Fujimori no pudo hacerlo con su hija Keiko Sofía en vida. Nadie garantiza que lo haga desde el cementerio.
GSC/LHM