Veinticinco años después del final de la Unión Soviética (URSS), el 25 de diciembre de 1991, gran parte de la población rusa lamenta la caída del imperio, una añoranza alimentada por el Kremlin en su afán por rehabilitar el pasado soviético. A la pregunta “¿Lamenta la caída de la URSS?”, 56% de las personas interrogadas responde que sí, 28% que no y 16% no se pronuncia, según un sondeo hecho en noviembre por el instituto independiente Levada.
“El recuerdo de las penurias y de la pobreza ha desaparecido entre las personas de edad avanzada. Y la imagen idealizada de la época soviética sirve de comparación para criticar la situación actual”, dice el director del centro Levada, Lev Gudkov. No obstante, a las nuevas generaciones les cuesta hacerse una idea de lo que era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, dirigida por más de 70 años por un partido único (el comunista), de ideología marxista-leninista, sin libertades políticas ni religiosas y con una represión que causó millones de muertos, enviados a los gulags (campos de trabajo forzados) o exterminados de hambre.
Tanto en la televisión como en el cine, muchas películas dan una imagen positiva de la URSS, ya sea en documentales dedicados a los antiguos líderes como Leonid Brézhnev o en la serie de la primera cadena “Una pasión secreta”, en la que unos agentes del KGB encargados de detectar disidentes salen bien parados.
Pero a quienes se ocupan de las páginas sombrías de ese “pasado lejano”, como la organización Memorial que estudia las represiones bajo el régimen soviético en 1917 a 1991, se les acusa de actividades “no patrióticas”. Pero ¿por qué el Kremlin se apoya en el pasado soviético? Sigue muy presente entre la gente la idea de que Rusia debe ser un imperio. Y las autoridades, alimentando el “mito soviético”, esperan “oponer Rusia al resto del mundo” para justificar mejor su política de “ciudadela asediada”, estima el historiador Nikita Petrov, de Memorial.
El deterioro en las relaciones entre Moscú y las grandes potencias occidentales, en especial por sus divergencias sobre la guerra en Siria y en Ucrania, avivan también el recuerdo de los años de confrontación URSS-OTAN, reforzando la idea de una oposición natural entre ambos bandos. Nunca, desde la desintegración de la URSS se habló tanto de una nueva guerra fría.
La URSS dejó de existir y el comunismo ya no es una ideología oficial, pero miles de calles y de monumentos de Rusia siguen honrando la memoria de los bolcheviques, empezando por Lenin. El cuerpo embalsamado del jefe de la revolución de 1917 y fundador del Estado soviético descansa en su mausoleo de la Plaza Roja, frente a las murallas del Kremlin, a unos metros de la tumba de Stalin.
Pero según el politólogo pro-Kremlin Dimitri Orlov, “las autoridades no intentan rehabilitar la URSS y para la joven generación, el mausoleo es como las pirámides egipcias, un pasado lejano”. En 2005, Vladímir Putin resumió su credo: “La caída de la URSS fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Pero poco después añadió: “Quien no lamente la caída de la Unión Soviética no tiene corazón. Y el que quiera reconstituirla no tiene cerebro”.