En un laboratorio del sótano de la Universidad de Nuevo México, Marcus García buscaba en un contenedor lleno de residuos plásticos. Recogió botellas, trozos de red de pesca, un cepillo de dientes, un vaso con un personaje de Pokémon y un GI Joe.
García, becario posdoctoral en ciencias farmacéuticas, descubrió la punta de pipeta el verano pasado con unos colegas en una playa de Hawái. Estaba milagrosamente intacta, aunque probablemente se había degradado durante años por el sol, el ozono y el océano. Allí estaba, varado en una playa junto con cientos de kilos de otros residuos plásticos que limpiaban y recogían para la investigación.
García forma parte de un laboratorio de vanguardia, dirigido por el toxicólogo Matthew Campen, que estudia cómo se acumulan en nuestro cuerpo los microplásticos.
El trabajo más reciente de los investigadores, publicado en febrero en Nature Medicine, generó una serie de titulares alarmados y un gran revuelo en la comunidad científica: las muestras de cerebro humano de 2024 tenían casi 50 por ciento más de microplásticos que las de 2016.
“Este material está aumentando exponencialmente en nuestro mundo”, dijo Campen. Y a medida que se acumulan en el medio ambiente, también se acumulan en nosotros.
Otros hallazgos de los investigadores también provocaron una preocupación generalizada. En el estudio, los cerebros de las personas con demencia tenían muchos más microplásticos que los cerebros de las personas sin ella. En publicaciones del año pasado, los investigadores demostraron que los microplásticos estaban presentes en placentas humanas. Otros científicos también los han documentado en la sangre, el semen, la leche materna e incluso en las primeras deposiciones de un bebé
También en febrero, el laboratorio de Campen publicó una investigación preliminar junto con colegas del Baylor College of Medicine y del Texas Children’s Hospital, que demostraba que las placentas de los bebés nacidos prematuramente contenían más microplásticos que las de los bebés nacidos a término, a pesar de haber tenido menos tiempo para acumular esas partículas.
A pesar de todos los lugares donde encontraron microplásticos y de toda la preocupación por los riesgos para la salud, había muchas cosas que los investigadores seguían sin comprender. Lo primero que aprenden los toxicólogos es que “la dosis hace el veneno”: cualquier sustancia, incluso el agua, puede ser venenosa a una dosis suficientemente alta. Pero Campen y García no tenían ni idea de qué cantidad de microplásticos hacía falta para empezar a causar problemas de salud. Y con tantos plásticos en nuestro mundo, ¿era nuestra comida, nuestra ropa, nuestro aire u otras fuentes por completo las que planteaban la mayor amenaza?
Para empezar a responder a estas preguntas, recurrieron a los cadáveres.
A la caza de plásticos
Al final del pasillo donde García hacía la búsqueda, un armario del laboratorio principal contenía muestras de cerebros, hígados, riñones, arterias y órganos sexuales.
García abrió un frasco con la etiqueta “DB” (cerebros con demencia), que desprendía un olor a formaldehído. Con unas pinzas, arrancó un trozo de tejido cerebral y lo colocó en una placa de Petri de cristal. Parecía un trozo de tofu, con una gruesa materia gris que rodeaba una estrecha franja blanca.
En su artículo, los investigadores informaron que la concentración media de microplásticos en 24 cerebros humanos de 2024 era de casi 5 mil microgramos por gramo, aunque existe bastante incertidumbre en esa estimación debido a los métodos utilizados para calcularla. Eso equivale a unos siete gramos de plástico por cerebro, tanto como lo que compone una cuchara desechable, dijo Campen, o unos cinco tapones de botellas de agua. Los cerebros de las personas con demencia tenían más, aunque los investigadores señalaron que ello podría deberse a que esos órganos tienen una barrera hematoencefálica más porosa y son menos capaces de eliminar las toxinas.
Aún no está claro qué efecto tiene esta cantidad de plástico en la salud humana, pero es suficiente para causar alarma. “No creo haber hablado con ninguna persona que haya dicho: ‘¡Fantástico! Me encanta saber que hay todo ese plástico en mi cerebro’”, bromeó Campen.
Su grupo está estudiando ahora el tejido de cortes transversales de un solo cerebro para averiguar si ciertas regiones tienen mayores concentraciones de microplásticos y si eso podría estar relacionado con problemas como el Parkinson o la pérdida de memoria. Idealmente, para comparar, le gustaría estudiar un cerebro de antes de las décadas de 1970 o 1960, cuando los plásticos se hicieron omnipresentes.
“Imagínate el clásico museo antiguo con un cerebro flotando en un frasco —dijo—. De verdad necesito uno de esos”.
Los experimentos son costosos y requieren mucho tiempo. No es fácil conseguir muestras de cerebro. Las máquinas que analizan los plásticos cuestan unos 150 mil dólares cada una. (Junto a la más antigua, un ayudante de investigación había colocado una vela con una imagen de Jesús y las palabras “Confío en ti”, con la esperanza de que la máquina siguiera funcionando sin problemas. Por supuesto, en realidad no la encienden).
Pero estos estudios han permitido a Campen sacar ciertas conclusiones que nadie más ha sacado. Le llevaron a creer que los microplásticos de nuestro cuerpo son mucho más pequeños de lo que habían descrito otros científicos, lo que explicaría cómo traspasan las barreras de nuestro cuerpo y llegan a nuestros órganos. Confirmó esa sospecha utilizando un microscopio de alta resolución: este mostró fragmentos similares en su forma a trozos rotos de cristal o cerámica de no más de 200 nanómetros de longitud —unas 400 veces menos que la anchura de un cabello— y tan finos que eran translúcidos. En estudios anteriores se habían utilizado microscopios que solo podían ver hasta 25 veces ese tamaño.
Para Campen, documentar partículas tan pequeñas podría dar un vuelco a nuestra comprensión de la cantidad de plástico que hay en nosotros, cómo llega allí, adónde podría ir y qué daños podría causar.
Décadas atrás
Los investigadores no pueden decir con certeza cómo llegan estos plásticos a nuestro organismo ni de dónde proceden, pero tienen algunas pistas. Saben que los residuos plásticos acaban en el suelo, el agua, el aire e incluso la lluvia, afirmó Christy Tyler, profesora de ciencias medioambientales del Instituto de Tecnología de Rochester, quien estudia los microplásticos en los ecosistemas acuáticos.
Puede incorporarse a las plantas y concentrarse a medida que asciende por la cadena alimentaria. El plástico está en nuestra ropa, alfombras, sillones y recipientes de almacenamiento de alimentos: “En realidad, está en todas partes”, afirmó Tyler.
Las características de los plásticos hallados por el equipo de Campen en el tejido humano sugieren que estos proceden principalmente de residuos producidos hace muchos años y erosionados con el tiempo.
Los investigadores hallaron una cantidad significativa de polietileno, el tipo dominante de plástico producido en la década de 1960, pero menos del plástico utilizado en las botellas de agua, que despegó en la década de 1990.
Dado que la producción de plástico se ha duplicado cada 10 o 15 años, aunque dejáramos de fabricarlo hoy, ya se utiliza tanto plástico que cada vez se acumularían más residuos de él en el medioambiente y, potencialmente, en nuestros cuerpos durante las próximas décadas.
Campen sospecha que la principal forma en que estos plásticos entran en nuestro cuerpo es cuando los ingerimos, mucho después de que hayan sido desechados y hayan empezado a descomponerse. Le preocupan menos los llamados plásticos frescos, como los que se desprenden de las tablas de cortar y las botellas de agua mientras las usamos, porque esas partículas son mucho más grandes y nuevas de lo que él ha medido. Y las investigaciones sugieren que el cuerpo elimina algunos microplásticos de mayor tamaño.
Campen reconoció que su opinión sobre los plásticos frescos era “poco convencional”; otros científicos dicen que vale la pena tomar medidas para reducir tu exposición. Está claro que los microplásticos pueden filtrarse de las botellas de agua, los recipientes de comida para microondas y la ropa sintética. Las investigaciones realizadas en estudios con animales sugieren que estas partículas podrían ser nocivas, confirmó Tracey Woodruff, directora del programa sobre salud reproductiva y medio ambiente de la Universidad de California, campus San Francisco.
“Quizá la mayor parte proceda de este microplástico degradado, pero eso no significa que no te estés exponiendo por estos otros microplásticos más frescos”, expresó Woodruff. Las partículas de mayor tamaño pueden seguir afectando el intestino, lo que a su vez podría afectar el resto del organismo, explicó Campen.
Además, los científicos creen que ciertas sustancias químicas de los plásticos, como los ftalatos, el bisfenol A y los retardantes de fuego, pueden dañar la salud humana. “Quedan muchos años de estudio sobre estos plásticos —confirmó Woodruff—. Pero aún así tenemos mucha ciencia para decir: ‘Sé que no quiero exponerme a más plásticos’”.
Tyler dijo que el laboratorio de la Universidad de Nuevo México había hecho el mejor trabajo posible para un campo tan incipiente. “El grupo de Matt es puntero”, dijo.
Pero, como ocurre con cualquier ciencia incipiente, hay que tomar las cosas con cautela. En primer lugar, estas diminutas partículas son extremadamente difíciles de medir, y nadie ha repetido aún la investigación para ver si los resultados se mantienen.
La gran pregunta es si todo lo que están midiendo es realmente plástico, o si una parte son lípidos, que pueden tener un aspecto químico similar, pero que se encuentran de forma natural en el organismo.
“Las estimaciones que tienen sobre la cantidad que hay en el cerebro parecen elevadas —confirmó Woodruff. Pero incluso si lo fueran—, eso no invalidaría los hallazgos de que se observan más plásticos con el paso del tiempo. Y eso en realidad es muy coherente con lo que sabemos sobre la producción de plástico”.
Controlar los riesgos a la salud
Hay una pregunta que Campen y García creen que han empezado a responder con cierta seguridad.
Ahora están preparados para explorar los posibles vínculos entre determinadas dosis y los resultados en la salud humana, como las enfermedades cardiacas los problemas de fertilidad y la esclerosis múltiple.
Y están iniciando un experimento en animales para comprender qué dosis podrían ser perjudiciales.
Teya Garland, estudiante de farmacéutica, estaba iniciando ese proceso en el laboratorio. Con una mascarilla para evitar inhalar partículas, introducía trozos de lo que parecía tiza coloreada en una máquina que aullaba espeluznantemente mientras congelaba y pulverizaba los plásticos. Con el tiempo, los investigadores alimentarán con ellos a ratones y estudiarán cómo los distintos niveles y tipos afectan a su cerebro y comportamiento.
Los trozos procedían de la playa de Hawái donde García y otros recogieron unos 800 kilogramos de residuos plásticos y unos 200 kilos de redes. Los voluntarios limpian allí esa cantidad cada pocas semanas.
“Una cosa es ver una foto —aclaró García, mirando un video que grabó con su teléfono—. Pero verlo cuando estábamos allí, te abre los ojos”.
Todos los usos imaginables del plástico —envases de comida para llevar, botellas de cloro, cigarros, bolsas de plástico e incluso material de laboratorio— parecían estar representados en aquella playa y en el océano que se extendía más allá. Y cada día se descomponía, haciéndose más y más pequeño.
Un día, parte de ello podría acabar en nosotros.