Ugash Adan Abdulahi sacude un bidón con las últimas semillas de sorgo, lo que le queda para comer otros 10 días a este refugiado somalí y su familia de trece miembros en Dadaab, en el este de Kenia.
El campamento, uno de los más grandes de África, se encuentra a unos 80 kilómetros al oeste de Somalia.
Shamsa Abdeekrashid Muhamud, una de las dos mujeres de Ugash, se protege del sol, junto a su hijo de un mes y medio. "Salimos de Somalia hace cuatro meses debido a la sequía", cuenta a la AFP esta mujer de 30 años.
Embarazada, recorrió a pie durante dos semanas los 500 kilómetros que separan su aldea y del campamento de Dadaab.
Ahora vive con sus seis hijos en una pequeña choza hecha con ramas y viejas lonas. Dentro hay una maleta, unos bidones de agua y ropa colgando. La familia vendió la cama para comprar comida.
"Cuando llegamos, no recibimos una tarjeta de ayuda alimentaria durante tres meses. No teníamos agua, ni comida ni un lugar para vivir. Otros refugiados nos dieron alimentos", explica.
Ugash asegura junto con ella que: "Necesitamos ayuda. No sabemos qué hacer aparte pedir el apoyo de personas más ricas que nosotros".
Cada día, entre 400 y 500 personas, en su mayoría somalíes, llegan a Dadaab, que acoge ya a unos 350 mil refugiados.
Casi todos huyeron de la sequía histórica que devasta Somalia, que podría causar 135 muertes diarias en el país entre enero y junio, según la Organización Mundial de la Salud.
Algunos refugiados también huyen de la violencia de los yihadistas de Al Shabab, que azota al país desde hace más de 15 años.
Campamentos superpoblados
Inaugurado en 1991, tras la guerra civil en Somalia, Dadaab fue durante largo tiempo el mayor campo de refugiados del mundo.
Se compone de tres campamentos, Dagahaley, Ifo y Hagadera, y todos superan su capacidad de acogida.
Al igual que Ugash y su familia, los recién llegados viven en las afueras de los campamentos, en condiciones "extremadamente precarias", subraya Charlotte Rostorf Ridung, jefa de operaciones de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNU) en Dadaab.
"Aquí no hay guerra pero no tenemos nada que comer", insiste Fatuma Ahmat Ali, una mujer de 65 años con ojos azules y vestida con un pañuelo a lunares, que espera desde el día anterior al lado de un grifo para llenar su bidón en las afueras de Dagahaley.
La distribución de agua es organizada por la oenegé Médicos sin Fronteras (MSF), que también tiene un centro de salud para los refugiados recién llegados.
"Hacemos entre 80 y 100 consultas diarias. No tenemos suficientes medicamentos, pero hacemos lo posible para hacer frente a la afluencia", asegura Abdisalam Omar Nuur, un trabajador sanitario que lleva tres meses en el puesto.
Ausculta a una niña de cuatro años, en los brazos de su madre. Diagnóstico: infección y desnutrición.
"Ocurre a menudo. Si no recibe comida, su condición no mejorará", lamenta.
"Lo peor que hemos visto"
"Proporcionamos agua, pero nunca es suficiente. Construimos letrinas, ya instalamos 101 y haremos 50 más, pero nunca alcanza", explica Jeremiah Mbithi, jefe adjunto del equipo de medios de MSF. "Es lo peor que hemos visto", asegura.
A su llegada al campamento, los refugiados deben registrarse, en primer lugar ante el gobierno keniano, que se asegura de que algunos no estén afiliados al grupo Al Shabab. Luego, en ACNU, para poder recibir raciones de ayuda alimentaria.
Katra Adbullahi, de 39 años, se ocupa de los registros para ACNU. Ve pasar alrededor de 600 personas cada día.
"Muchos son pastores o agricultores que perdieron todo a causa de la sequía en Somalia. Si no llueve lo suficiente la afluencia no cesará", advierte.
Algunos intentan registrarse varias veces "porque las cantidades de comida que reciben son demasiado pequeñas", señala. A pesar del arribo continuo de refugiados, los fondos no llegan.
Un nuevo campamento, Ifo 2, cerrado en 2018, volverá a abrir en los próximos meses para acoger a 80 mil personas. Para reabrir estas instalaciones, son necesarios unos 23 millones de dólares, pero hasta ahora la ONU sólo recaudó cinco.
MO