Visita a Mazan, epicentro del caso Gisèle Pelicot

The New York Times

En este pueblo de la Provenza que acogió al Marqués de Sade sigue el horror ante el caso de esta mujer, su vecina, drogada y luego violada por decenas de desconocidos durante 50 años... más aún cuando el líder de esa horda era el marido.

Se lee “Muerte al patriarcado” en una pared en Mazan, Francia, donde Gisèle Pelicot solía vivir con su esposo. Dmitry Kostyukov/ The New York Times
Catherine Porter
The New York Times /

Mazan es una postal de la Provenza: un pueblito medieval ubicado en una colina, rodeado de viñedos, con el Monte Ventoux azotado por el viento alzándose en la distancia.

Durante años, fue conocido por sus rutas ciclísticas cercanas, que a menudo aparecen en el Tour de Francia, y por una figura notoria del siglo XVIII, el Marqués de Sade, cuya elegante mansión en medio del pueblo se ha convertido en su hotel más lujoso.

Ahora es tristemente célebre por ser el lugar donde Gisèle Pelicot fue drogada de manera regular por el hombre que ha sido su marido durante 50 años, quien también la ofrecía a hombres extraños para mantener relaciones sexuales. En septiembre, 51 hombres fueron juzgados en la cercana Aviñón, la mayoría acusados de violación con agravantes a Gisèle Pelicot, de 71 años.

Unos 15 de los acusados, entre ellos Dominique Pelicot, ex esposo de Gisèle Pelicot, se han declarado culpables. Los demás han dicho que mantuvieron relaciones sexuales con ella, pero impugnan los cargos de violación; la mayoría argumenta que el marido de ella los atrajo al dormitorio de la pareja, con la promesa de un trío, y les hizo creer que ella fingía dormir o que dormía como parte de la fantasía sexual de la pareja.

El juicio ha conmocionado al país, planteando preguntas profundas e inquietantes sobre las relaciones entre hombres y mujeres, y la prevalencia de la violación.

Ningún lugar se ha visto tan sacudido como Mazan, a 1.6 kilómetros al noreste de Aviñón, con una población de 6 mil 300 habitantes.

Aquí, la historia no solo es horrorosa; se siente opresivamente personal.

“No está al otro lado del mundo —dijo Elisabeth Koenig, de 72 años, quien vive a unas cuadras de la antigua casa de la pareja, por la que solía pasar cuando pasea a su perro—. Esto ocurrió en mi casa. Se siente un poco como si fuera en nuestra familia”.

Hace unas semanas, manejó hasta Aviñón con su nieta, para pasar el día en el tribunal viendo el juicio. Se marchó “roja como una amapola” por la furia, aseguró.

“Es una catástrofe — y afirmó que imaginaba el horror de enterarse de que un miembro de su familia “había hecho daño así a mis hijos o a mis nietos”. Koenig añadió—: Esta historia se siente personal”.

Casi el paraíso

Alrededor de 30 por ciento de los habitantes de Mazan son jubilados, atraídos por las suaves temperaturas, el ambiente pintoresco del pueblo y el acceso a los servicios y la cultura de las grandes ciudades cercanas. Eso fue lo que atrajo a los Pelicot en 2013, cuando se trasladaron desde la región de París poco después de que Gisèle Pelicot se jubilara de su trabajo de gerencia en una gran empresa francesa.

Alquilaron un bonito bungaló amarillo pálido en una calle cerrada, con piscina y exuberante jardín, donde sus hijos y nietos se reunían para pasar juntos largas vacaciones de verano. Estaba a solo 15 minutos a pie de la parte histórica de la ciudad, con sus tiendas y cafés.

A la vuelta de la esquina se encuentra el principal complejo deportivo de la ciudad, donde los niños juegan futbol los fines de semana, y donde Dominique Pelicot indicó a los hombres que conoció por internet e invitó a su casa que estacionaran sus coches, para no levantar sospechas entre sus vecinos.

Luego, según declaró al tribunal el mes pasado, los llevaba a la casa, les ordenaba que se desnudaran en la cocina por si su mujer se despertaba y necesitaban salir rápidamente, y los llevaba al dormitorio donde ella estaba inconsciente, a menudo roncando fuerte.

Los rumores habían circulado por la ciudad antes de que empezara el juicio, pero muchos los descartaron por exagerados, e incluso imposibles. Es un pueblo pequeño, donde todo el mundo está separado por no más de dos grados, no es una gran ciudad donde ocurren cosas horribles, pensaban muchos.

“Imaginábamos que podría ocurrir en otro lugar, pero no aquí —dijo Anne Pinna, de 57 años, quien se unió a unas 500 personas en una reciente marcha desde el pueblo hasta una granja de caballos cercana que había organizado el acto en apoyo a Gisèle Pelicot y otras víctimas de violación y violencia. “Somos un pueblo de familias”.

Solo tres de los acusados, entre ellos Dominique Pelicot, eran de Mazan. La mayoría de los demás vivían en un radio de 64 kilómetros, lo suficientemente cerca como para que muchos lugareños conozcan a uno o dos.

“He cortado lazos —dijo Pinna de un hombre al que conocía—. Me parece tan repugnante que no quiero ni oír lo que dice. No tiene excusa”.

Durante la investigación policial, la lista de sospechosos aumentó a 83. Pero la policía solo pudo identificar y localizar a poco más de 50. El resto nunca fue encontrado, lo que despertó una inquietante sospecha.

“Admito que cuando estoy en la oficina de correos o en cualquier otro sitio, me digo: ‘Me pregunto si ese tipo fue a ver a Madame Pelicot’”, dijo Koenig, una gerente jubilada.

Hace poco, en el mercado de los sábados frente al Ayuntamiento, Frédérique Imbs metió en su bolsa los cebollines que acababa de comprar y miró hacia arriba, más allá de los músicos que tocaban la guitarra y el bajo a lo lejos. “¿Cómo puede llegar la gente a ese lugar? —preguntó, antes de añadir—: Quizá incluso uno de esos hombres que tenemos delante”.

El juicio y sus revelaciones diarias también han provocado una agitación política en Mazan.


En un torpe intento de proteger la reputación de la ciudad, el alcalde Louis Bonnet declaró el mes pasado a la BBC que “habría sido mucho peor” si Dominique Pelicot “hubiera matado a su mujer”, añadiendo que ella podría rehacer su vida, porque no estaba muerta.

La entrevista provocó una reacción violenta y más tarde se disculpó, diciendo que había sido asediado por periodistas, muchos de los cuales buscaban desprestigiar a la ciudad y que “en la implacable presión mediática” había elegido las palabras equivocadas. Aun así, la reacción no se hizo esperar.

“Como funcionaria electa, y sobre todo como mujer, no puedo entender sus comentarios de ninguna manera, y mucho menos tolerarlos —expresó Eve Gallas, quien está entre los concejales de la oposición que piden la dimisión del alcalde—. Tengo la impresión de que nunca ha querido apoyar a madame Pelicot y a su familia”.

Ante las críticas, Bonnet se tomó recientemente un tiempo libre, sin ofrecer fecha para volver al trabajo. Un mes después del artículo de la BBC, ha publicado una nueva declaración reafirmando sus comentarios sobre los periodistas y añadiendo que Gisèle Pelicot debe ser respetada por su valentía y que todo Mazan la apoya.

A muchos les molesta que su ciudad natal ahora esté vinculada a esta terrible historia, y que los periódicos nacionales tengan secciones en sus páginas principales sobre las “violaciones de Mazan”.

“Hay otras repercusiones que perdurarán”, dijo Christophe Simonini, apicultor y olivicultor local, que vende aceite de oliva y miel en el mercado de los sábados.

En la reciente marcha en apoyo a Gisèle Pelicot, a través de un idílico paisaje de viñedos y olivos, muchos de los asistentes hicieron eco de la conmoción y el horror que han invadido el país al ver este juicio, así como de una incipiente esperanza de que, de algún modo, anuncie un profundo cambio social para Francia.

Cerca del final de la marcha, dos amigas que llevaban rosas blancas dijeron que no conocían a Gisèle Pelicot antes de que hiciera las maletas a toda prisa y abandonara para siempre la casa que se había convertido en la escena de un crimen, y la ciudad.

Pero hablaron de ella como si la conocieran. Dijeron que la admiraban por su dignidad y por su valor para permitir un juicio abierto como servicio público. Era una abuela, como ellas. Y era de Mazan.

“Espero que la apoyen de verdad después del juicio —dijo Anne Chartier, comadrona jubilada de 66 años—. Tendrá que reconstruirse”.
Su amiga Dany Baychère, de 76 años, coincidió: “Podría derrumbarse, la pobre. Le ofrecen flores y la aplauden en el tribunal. Pero después, habrá un vacío. No será fácil para ella”.

c.2024 The New York Times Company

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Ségolène Le Stradic colaboró desde París.


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