La semana pasada se cumplió el décimo aniversario del derrumbe de la fábrica Rana Plaza en Bangladesh, en el que murieron mil 100 trabajadores de la confección porque una planta mal construida se les vino encima. Resultó que producían artículos para importantes marcas globales.
Los directivos que tomaron la decisión de subcontratar a desconocidos al final de la cadena de producción no hacían más que lo que les indicaba el manual de finanzas básicas: sacar los gastos del balance y tratar la mano de obra como un costo, no como un activo. Sin tener en cuenta los riesgos ocultos a simple vista, incluso los que provocan muerte y desesperación.
Este tipo de pensamiento se encuentra en el centro del comercio global desde hace décadas. Dejemos que el capital, los bienes y la mano de obra se desplacen donde quieran, incluso si eso provoca sufrimiento humano y/o la degradación del planeta. Mientras suban los precios de las acciones y bajen los costos del consumidor, no hay problema.
Los campos de trabajo chinos en Sinkiang tal vez son el ápice de este tipo de pensamiento. ¿Cómo puede un país, o una compañía, competir con operaciones subsidiadas por el Estado, con escasas protecciones ambientales, a las que se acusa de obligar a la mano de obra esclava a excavar en busca de sílice, que luego se utiliza en paneles solares, productos electrónicos y otros tipos de bienes que se vierten al mundo a precios inferiores a los del mercado?
Respuesta: no se puede, a menos que se cambien las reglas económicas del juego. Los últimos 40 años de política económica neoliberal nos han dado más crecimiento mundial que nunca, sacando a muchos millones de personas de la pobreza, pero también nos han dado enormes cantidades de desigualdad dentro de los países y numerosas externalidades negativas. Éstas van desde el trabajo forzoso a la exacerbación del cambio climático, pasando por cadenas de suministro muy frágiles y concentradas que provocaron escasez e hiperinflación en materias primas clave, desde el gas natural a los minerales de tierras raras.
Después de los efectos colaterales de la invasión a Ucrania y la creciente rivalidad con China, la administración Biden, y en cierta medida la Unión Europea, trabaja para cambiar el paradigma de la eficiencia a la resiliencia. Sus métodos incluyen subsidiar la diversidad de producción en semiconductores, algo que el mercado no ha hecho (92 por ciento de todos los semiconductores de gama alta se fabrican en Taiwán).
La Ley de Reducción de la Inflación de EU (IRA, por su sigla en inglés) está diseñada para ir aún más lejos, abordando el problema de la concentración y la falta de iniciativa del sector privado en la transición hacia las energías limpias. El objetivo es contrarrestar a un país como China, que tiene tanto concentración en áreas cruciales como los minerales de tierras raras, junto con un gobierno al que no le importa utilizar eso en su propio beneficio.
Si Estados Unidos y Europa quieren múltiples fuentes de estos bienes comunes, deben subsidiarlos. El sistema de mercado no puede competir por su cuenta con paneles solares, vehículos eléctricos o chips baratos.
Los europeos se quejan de la IRA, en parte porque fue una sorpresa. Nadie, ni siquiera muchos de los que hemos abogado durante años por una mayor participación del gobierno estadunidense en el mercado, esperaba que Estados Unidos adoptara la estrategia industrial en nuestra vida, pero la propia Unión Europea se está dando cuenta de que este tipo de programas son la única forma de hacer frente a lo que los mercados privados no incentivan y de competir con Estados que nunca han cumplido las reglas de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
El asesor de seguridad nacional de EU, Jake Sullivan, expuso parte de esta nueva narrativa en un discurso que pronunció la semana pasada en el que relacionó los planes internos de Estados Unidos con la política exterior. Dejó claro que el antiguo “consenso de Washington” había terminado, en parte porque no fue capaz de administrar los retos de un sistema financiero más vulnerable, unas cadenas de suministro frágiles y la pérdida de empleos de la clase trabajadora (con los consiguientes golpes a la democracia).
En el antiguo sistema, como él dijo, estaba arraigada la idea de que “el tipo de crecimiento no importaba. Todo crecimiento era buen crecimiento”. Así que, varias reformas se combinaron y se unieron para privilegiar algunos sectores de la economía, como el financiero, mientras otros ramos esenciales, como los semiconductores y las infraestructuras, se atrofiaron. Nuestra capacidad industrial --que es crucial para que cualquier país pueda seguir innovando-- recibió un auténtico golpe”.
La gente de esta administración insiste en que no se trata de “Estados Unidos solo”, ni siquiera principalmente de contener a China (de hecho, la noción misma de que cualquier nación pueda contener a China es una ficción). Más bien, creen que se trata de trabajar con los aliados --que se están definiendo de forma más amplia para incluir partes del sur global-- para crear un sistema que funcione bajo el supuesto de que el poder existe y no puede modelarse económicamente, y que no todo el crecimiento es igual. “Nuestro objetivo no es la autarquía”, dijo Sullivan en su discurso. “Es la resiliencia y la seguridad en nuestras cadenas de suministro”.
En un cambio positivo, los responsables políticos de Washington también empiezan a abandonar el término “desacoplamiento” con China, y en su lugar hablan de de-risking (reducir el riesgo) tanto la economía nacional como la mundial, un término que también utilizó la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, en su reciente discurso sobre China.
El sistema comercial global, tal como está, no funciona bien. En su discurso, Sullivan habló de mantener el compromiso de Estados Unidos con la OMC, al tiempo que reconocía la pregunta clave de hoy: “¿Cómo encaja el comercio en nuestra política económica internacional y qué problemas trata de resolver?”. Como voy a argumentar en el futuro, debo empezar por tratar de resolver el problema de la concentración y la competencia.