¿Los bancos centrales deben hacer algo respecto a la desigualdad, y en caso de ser así, qué? Esto se ha vuelto un tema de moda que persuadió al Banco de Pagos Internacionales (BPI) a centrarse en eso en su último informe anual. Sus conclusiones son las que uno esperaría: la política monetaria no es ni la causa principal de la desigualdad ni su cura. Hablando en términos generales, esto es correcto, pero en un mundo en el que los banqueros centrales se volvieron actores tan agresivos, tal vez no sea suficiente.
Un hecho sorprendente que señaló el BPI es que desde lo que llama “La Gran Crisis Financiera” se disparó la proporción en la que se menciona la desigualdad en los discursos de los banqueros centrales. Esto refleja en parte la creciente preocupación política por la desigualdad, pero también refleja una crítica específica. Esta es, en las propias palabras del informe, que “los bancos centrales implementaron políticas con tasas de interés excepcionalmente bajas y un uso extensivo de los balances para respaldar la actividad económica y reducir el desempleo. Ese tipo de medidas alimentaron las preocupaciones de que las acciones de los bancos centrales, al impulsar los precios de los activos, beneficiaran principalmente a los ricos”. Esa es una crítica popular entre los conservadores que detestan a los bancos centrales activistas.
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Sin embargo, también hay una crítica contraria de la gente que reprende a los bancos centrales por no ser lo suficientemente activistas. Argumentan que el fracaso ha sido muy pasivo, dejar que la inflación sea demasiado baja y que los mercados de trabajo sean muy débiles. En la actualidad, los bancos centrales, incluso el Banco Central Europeo, están más cerca de esta posición que de la más conservadora. Se puede afirmar que los bancos se han vuelto un poco woke (con conciencia social).
Este es un debate importante que tiene que ver con la legitimidad y las consecuencias de lo que están haciendo los bancos centrales. La opinión del BPI en sí es triple. En primer lugar, el aumento de la desigualdad desde 1980 se debe “a factores estructurales, muy fuera del alcance de la política monetaria, y la mejor forma de abordarlo es con políticas fiscales y estructurales”. En segundo lugar, al cumplir con sus mandatos monetarios, los bancos centrales pueden reducir el impacto de las conmociones a corto plazo en el bienestar económico provocados por la inflación, las crisis financieras y las conmociones reales (como las pandemias). Por último, los bancos también pueden hacer algo respecto a la desigualdad con una buena regulación prudencial, promoviendo el desarrollo financiero y la inclusión y garantizar pagos seguros y efectivos.
Todo esto es sensato, hasta donde llega. Está claro que la caída de las tasas de interés reales y las políticas monetarias laxas han tendido a elevar los precios de los activos, en beneficio de los más ricos, pero el impacto medido sobre la desigualdad de la riqueza no ha sido tan dramático como uno puede esperar. Más importante, no tendría sentido adoptar una política monetaria más restrictiva solo para reducir los precios de los activos. Esto pudo reducir la actividad y aumentado el desempleo. Eso es lo peor que les puede pasar a las personas que dependen de su salario. Mientras, ¿cómo estarán mejor la mayoría de las personas, que casi no poseen activos, porque los multimillonarios son un poco más pobres? Será una locura que los bancos centrales causaran caídas para reducir los precios de los activos.
Una preocupación más relevante surge de la demanda de “calentar la economía”. Eso plantea dos peligros reales: la inflación y la inestabilidad financiera.
Sobre lo primero, los defensores argumentan que no se puede saber dónde se encuentra el riesgo de una inflación significativa sin presionar a la economía no solo hasta el límite, sino más allá. Pero eso también puede resultar costoso si la inflación se dispara y ese exceso resulta muy costoso de revertir.
En lo segundo, se espera que una regulación sofisticada contenga la inestabilidad financiera, incluso en el entorno monetario más fácil. Eso puede ser cierto, bajo una regulación ideal, pero la regulación nunca es ideal. Además, ya es fácil identificar las vulnerabilidades, en especial en el sector financiero no bancario. Es simple, hay mucha deuda. Eso puede estar bien si las tasas de interés se mantienen bajas. ¿Pero lo harán? Centrarse en los resultados, no en los pronósticos, hace que sea menos probable.
El BPI está en lo cierto en que las políticas fiscales y estructurales son la principal vía para abordar la desigualdad. Algunos países de altos ingresos son eficaces al utilizar lo primero de esta manera. El contraste entre EU y otros países de altos ingresos respecto al tema se encuentra en la relativa ausencia de redistribución en los primeros.
La política estructural es más compleja. Con mucha frecuencia es solo un sinónimo de liberalización del mercado, pero la liberalización financiera ha elevado la desigualdad y la inestabilidad financiera. Por tanto, una buena reforma estructural tratará de limitar las finanzas. Del mismo modo, en los mercados laborales con monopolios significativos, la desregulación del mercado laboral puede ser perjudicial para el empleo y la desigualdad. Además, la creciente desigualdad es un factor en la creación de la demanda débil que explica la disminución de las tasas de interés y el endeudamiento vertiginoso característico de nuestra era de “estancamiento secular”. Por estas razones, las reformas estructurales en las que debemos pensar son más difíciles de lo que se cree.
El BPI tiene razón en que la política monetaria no puede resolver la desigualdad. Solo puede apuntar a una amplia estabilidad macroeconómica. Incluso eso es difícil de lograr, dada nuestra dependencia crónica de la política monetaria expansionista. En este contexto, el exceso financiero seguro volverá a surgir, haciendo de la regulación un juego interminable de whack a mole (golpear un topo). El BPI tiene razón al pedir reformas estructurales radicales, pero tienen que ser el tipo correcto de reformas estructurales.