¿Qué deben hacer los demócratas? Es una pregunta crucial no solo para el partido, sino para Estados Unidos. Aparte del senador de Vermont, Bernie Sanders, que recorre el país para intentar movilizar a la gente contra Donald Trump en asambleas públicas y en televisión, y el senador de Connecticut, Chris Murphy, con ideas afines pero menos carismático, pocos demócratas hacen sonar la voz de alarma con fuerza. Y todavía menos logran organizar una resistencia política contra el presidente.
No ha habido una objeción contundente a su incoherente política de aranceles, ni una indignación real por las propuestas de recortes de impuestos para los ricos y las empresas que pondrían al país en una situación fiscal menos sostenible. A diferencia de los demócratas, los mercados de bonos sí hicieron sonar la voz de alarma.
Incluso los republicanos más reflexivos están preocupados por la incapacidad de los demócratas para confrontar a Trump, sobre todo al tener en cuenta el riesgo de que sus estrategias económicas puedan conducir al país a una recesión. En una reciente reunión de alto perfil de directores ejecutivos de la escuela de negocios de Yale, se observó un gran descontento con sus planes y una profunda preocupación por el futuro económico de EU.
La ex redactora de discursos de Ronald Reagan, Peggy Noonan, así lo resumió: “Si los demócratas no se espabilan y se ponen serios, Trump y los republicanos sabrán que no hay ningún partido importante que los frene, los modere o los detenga. Esto no será bueno. Necesitan un oponente. Que el Partido Demócrata no se presente a sus funciones es peligroso”.
Sin embargo, algunos liberales eso es justo lo que piden. En un artículo de opinión, el veterano estratega demócrata James Carville argumentó que los demócratas deben “hacerse los muertos” y dejar que Trump implosione. Otros sugieren que los progresistas deben “inundar la zona” y controlar la economía de la atención de una manera más combativa, como lo hace el propio Trump.
Pero ambos bandos pasan por alto un punto crucial: los demócratas no pueden comunicarse con éxito con el público hasta que tengan una postura política coherente. Actualmente no la tienen, y eso se debe a que todavía no toman la decisión crucial entre el populismo económico o una versión ligeramente actualizada del neoliberalismo. ¿Será Franklin D. Roosevelt su guía? ¿O el antiguo jefe de Carville, Bill Clinton?
Mientras algunos, como Sanders, Murphy y la senadora Elizabeth Warren, quieren seguir por la ruta populista, la dirección del partido y la mayoría de la base de donantes demócratas al parecer quieren volver a alguna versión del neoliberalismo de la era Obama-Clinton. Este se centraba en la identidad en lugar de la clase, impulsaba el libre comercio por sí mismo y no centraba la atención en la estrategia industrial (y con ella en los intereses de los trabajadores), sino en la eficiencia del gobierno.
Esta última es la postura que defienden los periodistas Ezra Klein y Derek Thompson en su nuevo libro, Abundance, donde argumentan, en gran medida, que el exceso de regulaciones es lo que puso a la gente en contra de los demócratas. Ofrecen una gran cantidad de ejemplos de cómo el exceso de regulación, la ineficiencia y los intereses compartidos hicieron imposible acciones como construir redes ferroviarias de alta velocidad en California (donde todo el mundo las desea) o solucionar la crisis de asequibilidad de la vivienda. Argumentan que los demócratas deben dejar de interferir en su propio camino y facilitar la acción del gobierno.
Hay muchas cosas que decir sobre este consejo, pero también pasa por alto lo que considero la disfunción económica clave de la economía estadunidense actual: la asimetría de poder. El sector privado, y en particular un puñado de grandes empresas, tienen demasiado dinero y poder —algo que se refleja en la proximidad sin precedente de Elon Musk con Trump y los asientos que fueron ocupados por multimillonarios en la toma de protesta del presidente— mientras que los trabajadores tienen muy poco.
Mientras tanto, aunque la riqueza y la población se concentran en unas cuantas zonas urbanas, sobre todo de las costas, la estructura del colegio electoral implica que la región central del país es crucial para el resultado de las votaciones. Esta es una razón clave por la que el exceso de regulaciones en California o Nueva York fue irrelevante para la victoria de Trump. Más bien, se debió al hecho de que la gente de comunidades posindustriales desfavorecidas en tres estados clave votó por él en cifras históricas, pensando, erróneamente, que protegería sus empleos.
Mientras esta estructura electoral se mantenga, y si se cree que los mercados sin restricciones no proporcionan bienes públicos clave, entonces hay que pensar que el populismo económico genuino —no el falso populismo de MAGA— será la fórmula ganadora para los demócratas. Pero eso significa que los liberales ricos deben pensar más allá de sus propios intereses.
Esta tensión es evidente en este momento en la incapacidad del partido para luchar contra los recortes de impuestos de Trump, que, si los demócratas alguna vez recuperan el poder, impondrán restricciones fiscales y presupuestarias asfixiantes a su capacidad para lograr cualquier objetivo. Tampoco se manifestaron con la suficiente firmeza en 2017, porque a los donantes adinerados les gustan los recortes de impuestos.
Del mismo modo, los populistas y neoliberales están divididos entre los que quieren una estrategia de primarias centrada en el norte del Medio Oeste (donde las guerras comerciales de Trump con Canadá pueden disparar los precios de la energía para los fabricantes) y los que prefieren concentrarse en el sur, donde se puede hablar de raza pero evitar en gran medida los grandes problemas económicos.
Los lectores habituales sabrán qué dirección preferiría. Pero la cuestión es que los demócratas deben tomar una decisión clara. Hasta que no lo hagan, no tendrán ningún mensaje que transmitir.