En las mesas de los casinos de Cancún corren un sin fin de historias. Las jubiladas que vienen a jugarse la pensión del Bienestar, la viuda que empeña y pierde sus relojes con tal de seguir jugando, el que dejó perder su primer matrimonio pero ganó en el jackpot. La soledad a veces es la protagonista de esta búsqueda de la diosa fortuna.
Como sucede en Las Vegas, en los casinos del caribe mexicano –el destino de playas color turquesa que ingresó 21 mil millones de dólares en 2023, según la Secretaría de Turismo federal–, hay quienes tampoco duermen. Y desayunan en el Jubilee, pasan a almorzar al Codere y rematan en el Palace Bingo hasta las tres, cuatro de la mañana, hasta que las tarjetas no pueden más y la terminal bancaria te dice “declinada” o una leyenda todavía más vergonzosa: “fondos insuficientes”.
Los asiduos al juego los fines de semana, ¿por qué no?, se van a apostar a Belice, el país de junto, donde el trago es gratis. En el Princess Casino & Hotel, a los ganadores del bingo y la ruleta se les ofrecen “noches gratis” para que uno pueda girar lo que ganó en las siguientes apuestas e inevitablemente regrese en dólares beliceños lo que uno o dos días antes ganó. Semejante cárcel de lujo. Así lo viven los ludópatas del Caribe, los negocios de juegos de azar en auge que pululan por miles en nuestro país.
Es fin de semana y en la zona costera de Cancún ruge la mar embravecida de noviembre. Las gafas de sol reflejan diminutos bikinis en los clubes de playa. Pero en los casinos el Buen Fin se juega de otra manera: créditos con puntos redimidos –apuestas 500 y la casa te regala 250 o 300 puntos más–. Mientras los hoteles batallan para sostener el 40 por ciento de ocupación, en los casinos se experimenta la temporada alta: pensionados gubernamentales y jubilados han cobrado el aguinaldo por estas fechas.
La remuneración por un año de servicio se puede ir cómo agua entre las manos en una ruleta, en un blackjack, en una de esas máquinas, las “Mega King” con gatitos cibernéticos y sonrientes.
La vida es una tómbola, tom-tom, tómbola, solía cantar en los años sesenta la española Marisol. Canción que se ha remasterizado una infinidad de veces. Es el primer pensamiento que me viene al entrar al Palace Bingo. Un edificio multicolor. Todos los colores del arcoíris en su fachada. Una fina alfombra roja en recepción y un portentoso detector de metales me sugieren que cuide mi cartera y, sobre todo, mis tarjetas.
Trago saliva y sudo gordo: suelo ser más curioso que un gato bodeguero y aquí puede estar mi perdición.
Mi tour por los casinos de Cancún. ¿Será mi día de suerte?
Un centenar de máquinas de azar, las “tragamonedas”, esperan con ansias la recepción del dinero virtual de sus clientes. Turistas estadounidenses y canadienses, empresarios y burócratas quintanarroenses y un sector muy específico: los clientes asiduos que pasan lista varios días de la semana. Según lo permita su economía, claro está.
Los adictos al juego se saben cómo funcionan las máquinas, cuáles son los mejores horarios para tener suerte, te adiestran con estrategias para cazar –intentar cazar diría yo– el momento más adecuado para apostar. Pura utopía del azar.
Laura Edith, de 45 años, es mi guía en el Jubilee Casino. Hemos apostado –no podría ser de otra forma– unos boletos para el concierto de Mónica Naranjo, para que me sumerja en el complejo mundo de los juegos de azar. Me presentará, por así decirlo, a su grupo: los Adictos al Casino Social Club.
Edith es morena, complexión delgada tirando a fitness, consume esos insípidos licuados de Herbalife para suplir carbohidratos, tiene ojos pequeños, los cuales se abren de forma abrupta cuando llega el momento de apostar. “Se te ponen los ojos de pez”, le digo. Me ignora. Ya empezó una partida de diez mil pesos en el bingo express, que una voz anunció por el micrófono, mientras todos guardan silencio. Ni cuando piden ponerse de pie en la Heroica Escuela Naval Militar de Antón Lizardo, para rendir honores al lábaro patrio y entonar el himno, había escuchado tanta solemnidad.
“Este es mi lugar de perdición –dice Laura–, creo que es peor que el alcoholismo”. Y resume su último bimestre: “¡He perdido 40 mil pesos!”, lo dice con desparpajo, con la soltura con la que yo diría que perdí una caja de cigarros en el metro Tacubaya. Lo peor, todavía no acaba noviembre. En los últimos 45 días, solo ha dejado de ir al casino los días de lluvia torrencial.
Y eso la irrita, no el temporal, sino el quedarse con la misma incertidumbre con la que se quedó el cantante puertorriqueño, Héctor Lavoe, cuando entonaba a todo pulmón: “Pronto llegará el día de mi suerte”. Los fantasmas del prodigio caribeño lo orillaron a arrojarse de un noveno piso de un hotel en San Juan, Puerto Rico, en el verano de 1988. Acá los adictos al juego o ludópatas sólo se lanzan sin freno hacia las máquinas con letras japonesas entre hidras, gatos de la fortuna, budas, piratas sonrientes que guiñan los ojos, alebrijes y coyotes, para hacer “combos” y en cuestión de segundos convertir mil pesos en diez mil o hacerlos polvo.
“Yo quedé viuda en 2009, y pensionada por arriba de 25 mil pesos mensuales, y además soy profesionista, tengo mi trabajo ‘dos’ para ser exacta, y he buscado entrarle al pequeño comercio en redes sociales, te estoy hablando que mis ingresos no son menores a 60 mil pesos. Hay meses, como noviembre y diciembre, donde recibo aguinaldos, hay más ventas, entonces obviamente cuento con un poco más de recurso. Pero estoy consciente, que por el puto vicio a veces no tengo ni para ponerle saldo a mi celular o gasolina a mi carro”.
De pronto me distraigo. Veo los esquemas de credencialización del Jubilee. Es como afiliarse a un club de ludópatas públicos: domicilio, celular, lugar de residencia, fotografía, INE; que sí adquiero 500 puntos me redimen 250 extra, y que si compro un bono de no sé qué, a tantos miles de pesos de acceso ilimitado tengo; y que si me registro en línea, me regalan 400 en mi próxima apuesta. También leo que hay credenciales de fidelidad. Para no ir a apostar a otros casinos.
Máquinas tragadoras de ilusiones, el círculo vicioso de los casinos
Todo es regalo y sonrisas. Souvenirs que luego serán devueltos con créditos en esas máquinas tragadoras de ilusiones. Suena una campanita. Se oyen gritos: “¡¡ahhh!!”. Será regocijo o envidia. Alguien ha ganado 30 mil pesos. Veo a la afortunada, una señora con canas que aplaude con cigarro en mano y celebra en soledad. Se le acerca una empleada con la terminal bancaria. Ha vuelto a recargar su crédito. Ahí está la clave del círculo vicioso, pienso.
Laura Edith conoció los juegos de azar desde pequeña: jugaba baraja española, cubilete y apostaba con cantidades pequeñas. Su primer casino lo conoció en 2011 y hasta ahora no ha podido librarse de ellos. Mientras platicamos en el restaurante, ella pide un “ojo rojo” –michelada con clamato, le dicen en mi barrio– y una cerveza obscura, se queda mirando hacia las máquinas de juego porque escucha el sonido de “¡jackpot, jackpot!”. Llama desesperada a alguien y le pregunta: ¿Qué máquina fue?, ¿Cuánto fue?, ¿A quién le tocó? Acto seguido me mira y dice:
“115 mil pesos la Mega King a una doña”. La Mega King es una máquina que muestra rostros árabes en su parte alta, pero en la que tienes que alinear letras y figuras a la hora de jugar. El algoritmo virtual hoy ha dado ganador.
El casino es muy engañoso, me explica, los primeros dos años fueron para enamorarla y atraparla. “Me llevé algunos ‘súper’ premios que tienen las máquinas: uno de 16 mil, uno de 11, otro de 22 mil, a partir de ahí comencé a subir las apuestas, entre más alto sea el tiro más alto es el premio. Te enamoran cuando eres nuevo, y ya de ahí olvídate, las máquinas leen tus tarjetas y, si ya has cobrado, aunque sea poco, en automático te empiezan a chingar”, dice.
“El casino nunca perderá. Pero aunque uno sepa eso, te aferras y sigues recargando crédito. Aun así para mí los primeros cinco años fueron leves. Un diciembre de 2017 me llevé un jackpot de 90 mil pesos, el único que me he llevado, y entonces creció la intensidad de mis apuestas, había momentos que llegaba desde las 10 de la mañana y me iba a la hora que cerraban, sobre todo cuando había máquinas que sabíamos que ya iban a soltar sus premios grandes, porque algunas tienen límite para aventarlos”.
Los jugadores asiduos de los casinos van tras la máquina gorda
En el Jubilee, en el Palace, en el Codere. Me hace ruido ver a varios deambulando entre los pasillos, sobre todo ya avanzada la noche. Hasta que advierto que van buscando máquinas en “color rojo”. Mi guía me explica: “Cuando la cantidad del premio en la pantalla se pone en rojo, indica que ya está por caer, y puede ser cuestión de horas, o a lo mucho días; entonces nos dimos cuenta y pues de volada la gente empezó a cazarlas”.
Cazar. Así se le dice al hecho de estar esperando a que se desocupe. “A veces lo sueltan en 100 mil, 110 o hasta 120, que es más o menos el límite. Llegó la hora del cierre y el premio no cayó. Al otro día, a las ocho de la mañana ya estaba la gente formada para entrar a ganar esas máquinas. Y a las 11 que abrieron, todos a correr”.
En Cancún el casino más “reservado” cierra todos los días a las tres de la mañana, el más avezado a las cinco. Los dos casinos más importantes están bordeando Plaza Américas, a escasos diez minutos de la zona hotelera. La zona boyante del caribe mexicano.
En el segundo piso del Palace Bingo pido una cerveza. Menuda sorpresa me llevo, en pleno Cancún, cuesta 35 pesos. En cualquier club de playa o bar de la zona hotelera esa misma cerveza cuesta entre 80 y 120 pesos, más el 15 por ciento obligatorio de propina. Pero beber en el casino es barato, aquí el negocio no son los borrachos, son los ludópatas.
Laura Edith da un respiro y pregunta: “¿Qué más quieres que te cuente de este vicio?”, y ella solita se responde: “Intento controlarme un poco, no es fácil; pero después del jackpot que te digo, me obsesioné, pensé que me iban a dar más, al grado de que los 90 mil se los devolví al mismo casino, a lo mucho en un mes. Y viene lo peor, recurrí a empeñar todos mis relojes, Gucci, Versace, Mido, Rado, Swarovski y Burberrys”. Siento que Edith me habla en un idioma ininteligible. Sólo he usado relojes Casio y un Lacoste pirata que me costó 300 en el mercado de artesanías del puerto de Veracruz. Mi guía ludópata me ilustra: Esos relojes valían más de 30 mil, dos específicamente, los demás entre 10 y 20 mil.
–Pregunta tonta, ¿recuperaste los relojes?
–Ni uno solo. En el empeño, me dieron apenas la mitad de su valor… Ese dinero, claro, fue a dar al casino.
Edith pausó el casino cuando se dio cuenta de que las apuestas estaban afectando sus trabajos, buscó ayuda profesional, una psicóloga que además es amiga. No dejó el casino en su totalidad, sólo dosificó sus idas y por ende pérdidas. Es cómo el alcohólico empedernido que sólo se emborracha los días de quincena.
La adicción a los casinos, adrenalina que corre por las venas
En el siglo IV, Ambrosio de Milán, uno de los padres de la Iglesia católica solía decir este refrán: a la tierra que fueres, haz lo que vieres. Bajo esa máxima, no puedo llevar varios días metido en casinos sin experimentar ese gusano de apostar.
Juego con una tarjeta que me presta un ludópata samaritano en maquinitas de gatos japoneses. Son tragamonedas que funcionan con tarjeta y tienen silla de oficina ejecutiva, pero me llaman la atención por “los michis”. El juego consiste en hacer combos con los gatos, mientras extraños dragones se van atravesando para impedirlo. Los primeros cinco minutos parece divertido, a los diez me empiezo a aburrir. No encuentro gracia en apretar un botón rojo y que el algoritmo decida si gano o pierdo. Me distraigo viendo a una canadiense de sonrisa angelical.
Llevo media hora y los 300 pesos invertidos ya se hicieron 623. Es lo único que me emociona, por ahora. Apostando de 40 centavos por tiro y de 1.20 pesos cuando triplico la apuesta. Pero pronto los gatos de ser graciosos ya los veo tediosos, pienso en mi gata, “La Mafia del Poder”, ella es más divertida y al menos maúlla con singular alegría y ronronea con mayor ternura. Me cambio a otra máquina que me recuerda a los personajes de Piratas del Caribe. Nunca entendí cómo jugarla, pero en cinco minutos me he quedado en cero pesos. “Insert credits”, “insert credits”, me parpadea una y otra vez la máquina y un pirata me guiña el único ojo bueno que le queda.
Rumbo al sanitario del Jubilee hay cajeros automáticos. Son casi once de la noche, del último día del Buen Fin y hay fila de tres personas que van a retirar dinero para seguir apostando. ¡Diosito me los bendiga! Y que la buena fortuna me los acompañe para retirarse a tiempo, pienso.
Volteo hacia el cuarto de apuestas deportivas, un gusanito interno me hace recordar que soy experto en pronósticos deportivos. El cuarto tiene doce pantallas de unas 70 pulgadas, desde ahí se proyectan juegos de la NFL, NBA, la Nations League, de la Super Liga Argentina. Unos gringos gritan eufóricos y le dicen a la encargada de apuestas que subirán la cantidad a jugar.
Mi instinto me empuja a apostarle al desconocido, al Atlético Tucumán, para vencer al Atlético Huracán del futbol argentino; luego me sigo con el mediático, Miami Heat contra los Sixers de Filadelfia y a Los Pistones de Detroit que espero derroten a los Toros de Chicago en baloncesto. He depositado mil 300 pesos en tres apuestas. Pido una cerveza y me encomiendo a San Pancracio –el patrono de los jugadores del bingo y la lotería– y a San Cayetano –al que se encomiendan los que menos tienen–, en los tres partidos sufro mi propio viacrucis.
La vetaron de los bancos por jugar con la tarjeta de crédito
Teresa, de 50 años, se asume como ludópata. Su vicio ya le cerró las puertas en tres instituciones bancarias, cuatro financieras –cajas de ahorro la tienen vetada–, por estrés aumentó su nivel de gastritis y, lo peor, no ha podido cambiar su manera de jugar.
“Qué puedo decir, que mi ludopatía me hizo recurrir a mis tres tarjetas de crédito, al principio todo bien porque podía pagar los intereses e ir cubriendo la totalidad. El problema fue cuando me incrementaron mi crédito, todo lo ocupé, y el casino ya no me dejó ni para pagarla”.
Rodríguez tiene una década yendo a los casinos, no es adinerada, pero su solvencia le permite darse lujos. Antes salía de viaje con amigas, ahora puede más su adicción al casino. “Estar en el casino me gusta, lo disfruto, me da ansiedad cuando no voy. Siento que las máquinas que yo juego van a soltar un premio y no voy a estar, es una sensación que no puedes describir. Siempre te sientas creyendo que ese día será tu día”.
Desde un café, Teresa me cuenta que su adicción al juego ya le trajo problemas con su marido. Y las financieras, a las que les debe, boletinaron su nombre por todos lados. “Mi esposo hace los pagos de luz, agua, teléfono, y demás servicios, y se ha enterado [de su adicción] porque llaman de los bancos y financieras, pues hemos tenido pleitos, sé que tiene razón, pero ya sabes, yo me hago la ofendida y sigo metida en el casino, espero que no se compliquen las cosas en mi matrimonio porque, la verdad, no sé qué haría. Mi hija me ha dicho que busque alguna terapia para dejar este vicio”.
En los casinos de Cancún corre la leyenda de que hay prominentes funcionarios públicos que prefieren irse a apostar a la zona libre de Belice: libres de “escándalos en redes sociales” y porque allá se apuesta en miles de dólares. En los casinos “del otro lado” hay dos cosas muy peculiares, agrega Teresa: en la madrugada sueltan hidrógeno para tener despiertos a los ludópatas y que sigan apostando. Y empiezan a soltar sus mejores premios de las tres de la mañana en adelante.
Continúa Teresa: “Regresando a mi adicción. Yo solita me digo, que bueno que la casa está a nombre de mi esposo y mi hija, porque el carrito que yo traía, viejito si tú quieres, un Fiesta, lo vendí hace dos años, según yo porque ya andaba fallando, pero los 55 mil que me dieron ya se quedaron en el casino”.
Ni cuando visita a su familia en el norte de Veracruz, Teresa deja el casino. En el puerto de Tuxpan, hace unos abriles, un par de personas armadas y encapuchadas entraron al casino y fueron directo sobre un hombre que jugaba cerca de ella. No recuerda cuántos disparos se escucharon, pero sí que se tiró al piso del susto.
Para los ludópatas, el dinero o la pensión se hace polvo
“El casino me hizo perder mi matrimonio, y por eso con mi pareja actual hablamos al respecto. Aquí sigo, algunas veces ganando, pero la mayoría perdiendo”, dice Armando, un emprendedor cancunense de 49 años. La vida le ha dado buenos trabajos y algunos negocios de herencia familiar, sin embargo, salió con el vicio, el cual arrancó hace 16 años. Lo recuerda bien.
Armando admite estar arrepentido de ver rota a su familia, pero con la dualidad de que no puede dejar el juego. En los últimos tres días de noviembre ha perdido más de 40 mil pesos, siente coraje, le remuerde la conciencia. Un día quiso dejar de tomar y dejó el alcohol, pero apunta que no ha podido hacer lo mismo con el casino.
“Además va de la mano con el de fumar, porque ese lugar es donde más fumo. ¿Qué se siente al apostar? ¿Qué espero al estar jugando? Creo que es adrenalina estar frente a la máquina, pensar o creer que te puede dar el premio grande, el mega, el jack o de perdida un comunitario, porque después de que pierdes, de que te chingan buena lana, te aferras, te obsesionas y quieres que la máquina te devuelva algo de lo que has perdido. A veces pasa, pero así pierdo también”.
Isabel Gutiérrez tiene 72 años, es maestra jubilada, reconoce que su única distracción a estas alturas de la vida es el casino. Los recursos para apostar tienen dos fuentes: sus hijos a quienes les pasa “báscula” y el gobierno federal. Cuando ninguno la puede llevar al casino, ya tiene un taxista de confianza que cumple esa labor a cabalidad.
“Hasta la pensión de López Obrador viene a dar aquí. Desde que me jubilé y dejé las aulas, mis hijos trabajando fuera, mi única diversión la encontré aquí.” Y lo tiene claro, continuará asistiendo hasta que, dice, Dios le preste salud.
En Cancún, la madrugada ha caído, mis ojos se cierran. Al casino sigue llegando gente, ludópatas de la casa, unos vienen hasta en pants y cómodas sandalias. Algunas señoras, aprovechando la suavidad de la alfombra, se han descalzado las zapatillas. Quienes llegan de madrugada, saludan con cordialidad a los croupiers, los que reparten las cartas. El juego de las apuestas tiene que continuar.
GSC/AMP