Por: Claudia Alarcón
Ilustración: Estelí Meza, cortesía de Nexos
Es urgente repensar las condiciones que enfrentan poblaciones como Marcos Castellanos (San José de Gracia), alejadas de la capital, en los márgenes fronterizos de estados convulsionados por un sistema de cogobiernos, en los que la cotidianidad desdibuja los límites entre la legalidad, la ilegalidad y la justicia. Son varias las comunidades en estado de luto permanente, a las que se les arrebata incluso el derecho de velar a sus muertos. El agravio colectivo y la muestra de poder que implican un asesinato múltiple en un velorio, y la desaparición de los cuerpos de las víctimas, es la gramática de la violencia “que va más allá de quitar una vida, es una violencia que no se contenta con matar”, sino de fragilizar al límite la condición humana. Repentinamente, la vida del pueblo fue tomada; primero, por una cuarentena de sicarios y después, por policías y militares, cuya incursión posterior al crimen (tardía) constituye una nueva toma, ahora del Estado. Las escuelas cerradas, calles y plazas vacías configuran la fisonomía de un pueblo enlutado que reza y se esconde a esperar a que “las aguas bajen”. Un pueblo que paulatinamente fue cediendo frente a los nuevos órdenes criminales, constituidos en factores de poder que ahora condicionan la vida cotidiana y fungen como un recurso económico y político que beneficia a un sector y perjudica a otro.