Por: Raffaela Schiavon
Ilustración: Víctor Solís, cortesía de Nexos
Parece que regular, criminalizar, castigar y pontificar sobre el aborto (inducido, espontáneo, sobre un ectópico, sobre un feto malformado) es tema y derecho de todos (digo todos a propósito, refiriéndome a una mayoría de hombres), menos de la persona directamente interesada, que en eso se puede jugar la vida, la salud, su presente y su futuro. Sobre todo, si ella es un miembro más vulnerado y vulnerable de la sociedad. Si vive en Guanajuato o Querétaro, o en Texas o en El Salvador o en Polonia, si sobrevive por debajo de la línea de pobreza, si no tiene ingresos, si no llegó ni siquiera a secundaria, si es afrodescendiente o indígena o migrante o refugiada, si vive en situación de violencia, si se casó/la casaron cuando era niña o adolescente, si no tuvo acceso a anticonceptivos, inclusive si no supo o no pudo acceder a la anticoncepción de emergencia, cuando le hubiera podido salvar la vida, el presente y el futuro. Generalmente estas condiciones se suman y intersecan, lo que hoy llamamos la interseccionalidad del género: aun viviendo en la Ciudad de México, hay niñas de 10-12 años que dan a luz. Y aun viviendo en Guanajuato, hay mujeres que pueden acceder a un aborto seguro, sin el riesgo de infectarse o perforarse y sin miedo de ir al hospital para terminar en la cárcel.