Por Irene Álvarez
Ilustración: Raquel Moreno, cortesía de Nexos
En la Costa Grande había una gran cantidad de asesinos a sueldo. Todos eran varones y se distinguían por sus estilos particulares de matar. Algunos eran figuras realmente célebres dentro del municipio e incluso eran respetados. Esto refiere a su importancia dentro de la dinámica social. En ese sentido, el homicidio no era algo que se percibiera como ajeno a la comunidad, sino que formaba parte de la reproducción social de la misma, y por lo tanto era tolerado. De alguna manera, parecía que el rol de los mercenarios era el de restaurar el orden social violentado a través de una acción como el asesinato de quien había infringido alguna norma. En ese sentido, la violencia organizada funcionaba como una suerte de fuerza restaurativa, lo cual explicaba que los asesinos a sueldo gozaran de cierta legitimidad a nivel local. ¿Qué pasó con los mercenarios? El proceso de cartelización, es decir, la monopolización de las actividades violentas, que inició con la llegada de una organización criminal de origen michoacano llamada Los Caballeros Templarios, derivó en el asesinato de los “matones”. Desde entonces, 2012 aproximadamente, la organización social de la ira ya no está en manos de agentes libres e independientes como los asesinos a sueldo, sino que está depositada en las organizaciones criminales que concentran el poder de asesinar. Nadie puede asesinar si no es la corporación delictiva dominante. Esto hace que “mandar a matar” tenga connotaciones distintas a las que primaban anteriormente. Hay una serie de consecuencias que me gustaría ejemplificar.