Por: Héctor Sebastián Arcos Robledo
Ilustración: Belén García Monroy, cortesía de Nexos
La idea central es que una democracia, para ser funcional, debe ser liberal; es el liberalismo quien aporta aquellos mecanismos institucionales que en principio aseguran la separación de poderes, instauran los controles y equilibrios, y hacen cumplir el Estado de derecho mediante la independencia judicial. En ausencia de estos engranajes, la democracia, en su estado puro está en riesgo de convertirse en una tiranía de la mayoría, un escenario donde la voluntad de la mayoría se instrumentaliza con el propósito de oprimir a las minorías, distinguir a los amigos de los enemigos y/o perseguir a la oposición.1 Y, de manera más destacada, de desmantelar todas aquellas instituciones republicanas diseñadas para contener un eventual desbordamiento del poder soberano del pueblo. En breve: la democracia liberal busca moderar cualquier acumulación de poder. En México, el actual régimen presidido por Andrés Manuel López Obrador ha impulsado una serie de reformas legales y acciones administrativas que, aunque enmarcadas en una retórica de lucha contra la corrupción y fortalecimiento democrático, denotan una postura iliberal hacia la judicatura. Esta inclinación se manifiesta claramente en sus intentos por socavar la autonomía judicial y en el planteamiento de medidas dirigidas a subordinar este poder crucial al Ejecutivo, desvaneciendo así las fronteras que separan y equilibran los poderes del Estado.