Por: Caroline Tracey
Ilustración: Izak Peón, cortesía de Nexos
La entrada del senador a la capital del estado de Colorado fue a todas luces un espectáculo digno de verse. Poco después de su muerte en 1920, un testigo escribiría que la escena “era una imagen sacada de los días de las misiones”. Es fácil imaginar a los carruajes con asientos de piel, grandes ruedas de madera y toldos con orlas, tirados por caballos blancos, los más finos del estado. Detrás del conductor, la señora, con mantón negro de lentejuelas y piel de visón en los ribetes; con su broche, una joya en forma de cruz; su sombrero rebosante de plumas que rodean una flor de seda color marfil, y su cara blanca oculta tras un velo de encaje. Y junto a ella el señor senador, engalanado de pies a cabeza con sus zapatos Oxford, su chaleco, su fular, su cuello blanco y el reloj de plata; con su saco de lana a la medida y su sombrero de copa. Y, para colmo, su cara apuesta: gran bigote negro y vivacidad en los ojos.