Por: María Teresa Martínez Trujillo
Ilustración: Víctor Solís, cortesía de Nexos
Esta definición nos permite resaltar dos rasgos que distingue la protección de otras conductas delictivas. Primero, mientras que cualquier delito predatorio —como un robo— supone que un delincuente obtiene una ganancia a despecho de su víctima que no recibe nada a cambio, en la extorsión y el cobro de piso se establece una relación de intercambio desigual entre víctima y perpetrador: el último obtiene una renta, pero otorga protección al primero, aunque ésta sea impuesta. Segundo, la protección constituye un bien apreciado por cualquier persona que tenga propiedades o genere ingresos; que sea, en fin, parte de una cadena de valor. En teoría, la protección es un bien público que debería ser otorgado por una entidad pública: el Estado y sus agentes. Esto supone, por ejemplo, dotar de certidumbre las transacciones entre diferentes actores o garantizar los derechos de propiedad. Sin embargo, en la realidad, la protección del Estado nunca es completa, lo que abre la posibilidad a que sean otros actores —legales o ilegales— los que ofrezcan tal bien.