Por: Luis Barjau
Ilustración: Izak Peón, cortesía de Nexos
¿Cómo se llegó a concebir, al margen de la realidad de la invasión a pueblos con los que nunca antes se había rivalizado (con quienes no sólo no hubo riña previa sino tampoco intercambio mercantil ni competencia de ningún tipo), la idea de hacer guerra y tomarla como justa y buena? El pretexto de la invasión y de la guerra fue solamente la consideración de que, sin el evangelio, los pueblos eran primitivos, idolátricos, con un largo y vicioso pasado en brazos de Satanás. “Es, cierto, cosa de grande admiración que haya nuestro señor Dios tantos siglos ocultado una selva de tantas gentes idólatras, cuyos frutos ubérrimos sólo el demonio los ha cogido, y en el fuego infernal los tiene atesorados; ni puedo creer que la Iglesia de Dios no sea próspera donde la sinagoga de Satanás tanta prosperidad ha tenido, conforme aquello de San Pablo: abundará la gracia donde abundó el delito”. Y que España, punta de lanza del cristianismo, era el redentor natural de tal aberración de la condición humana. Y bajo esta grave disculpa, latía la realidad de la conquista: el oro, los recursos naturales, el sometimiento de los naturales: la apropiación del continente.