Por: Guillermo Fadanelli
Ilustración: Maricarmen Zapatero, cortesía de Nexos
No es posible escaparse de la red que tejen las tradiciones y el saber acumulado cuando se transforman en conocimiento y juicio canónicos. Es una utopía intentar mantener la conciencia y el oficio de la sencillez sin, a cambio, suprimir a quienes se hallan del otro lado de la línea. De allí que la comunicación sea en buena medida ruido, interrupción de la buena convivencia. Lo que para mí resulta un concepto sencillo de expresar, para otro es mala retórica o palabrería inentendible. Es común que, vía las palabras, se transforme la anhelada claridad en retorcimiento u oscuridad. Y pese a ello, uno debe practicar la sencillez expresiva incluso sospechando que quien se halla al otro lado de la línea es, en cierto modo, la deformación de uno mismo; si fuera lo contrario y el otro fuera totalmente otro, entonces estas palabras, las mías, no tendrían ningún sentido y el lenguaje sería una quimera ausente de mínima realidad y sentido. El otro, el que lee, escucha o nos soporta, es un yo deformado, una cosa que está en el mundo y a la cual nos une apenas un hilo que, sin embargo, puede transformarse en cadena.