Por: Ainhoa Suárez Gómez
Ilustración: Maricarmen Zapatero, cortesía de Nexos
Es el verano de 1942. Peggy Guggenheim cita a John Cage, un músico en ciernes de unos treinta años, en la Hale House en Nueva York, una casa que la coleccionista comparte con el pintor Max Ernst y que se ha convertido en un centro de reunión de artistas tanto locales como exiliados de la Segunda Guerra Mundial. A diferencia de las otras figuras consagradas que frecuentan el lugar, Cage es prácticamente un desconocido que sigue luchando por hacerse de un nombre en la escena del arte. Peggy, en una charla fría y breve, le anuncia que ha decidido retirarle su apoyo económico y de paso, cancelar la función que ella misma había organizado en su galería, The Art of this Century, espacio en el que Frida Kahlo, unos meses después de esta conversación, tendría su primera muestra individual. Peggy está molesta porque Cage ha acordado sin avisarle a ella, su mecenas, una pequeña presentación en el Museo de Arte Moderno de Nueva York donde tocará algunas piezas para su piano preparado. Un instrumento del que cuelgan gomas, trozos de metal, ligas y otras piezas de hule, capaces de emitir notas imprevisibles, que materializan la propuesta del artista: rechazar el principio de armonía musical —uno de los elementos básicos de la composición— para enfrentarse al campo del sonido en su totalidad y sin mayores atribuciones. El enojo de Peggy no es poca cosa para alguien como Cage que necesita de la valiosa red de contactos de la coleccionista y de su ayuda económica para poder dedicarse de lleno a sus creaciones.