Ilustración: José María MArtínez, cortesía de Nexos
Por: Jesús Silva-Herzog Márquez
Los proyectistas de la racionalidad se han roto la cabeza para entender el impulso del votante. ¿Qué nos impulsa a votar? ¿Hay algo más absurdo que eso? ¿Alguien cree que su intervención definirá la suerte de la elección? ¿Qué lleva a un ciudadano a formarse en una fila para expresar su decisión en un papel que deposita en una urna y se diluye en miles o en millones de papeles? Hay una extraña credulidad de homeópata en la intervención del elector. ¿Qué lo lleva a discutir sobre las opciones electorales y a informarse de las campañas si sabe bien que la probabilidad de que su voto resulte decisorio es prácticamente nula? Es más probable que al salir de casa, en camino al centro de votación, el elector sufra un accidente y muera a que dé el voto decisivo para la victoria de su candidato. Hay algo, desde luego, que rebasa la lógica instrumental. La participación en una ceremonia, la intervención en un ritual comunitario.