Por Ariel Rodríguez Kuri
Ilustración: Izak Peón, cortesía de Nexos
La fantasía en la vida pública es perfectamente legítima, pero es el dominio en el cual engendra mayores peligros, tanto para el que fantasea como para los individuos atrapados, sin saberlo, en ideaciones ajenas. Si las consecuciones de las fantasías íntimas (que usualmente suponen una o pocas personas involucradas) pueden acabar mal y lastimar a personas inocentes o ajenas, la pulsión por materializarlas en los amplios muros del ágora puede llevar al desastre. Si las fantasías individuales se organizan sobre todo en una sintaxis, como sabe el psicoanálisis, las de la vida pública están supeditadas (o deberían estarlo) a un cierto ordenamiento ético de las palabras y las cosas: a eso que solemos llamar política. Es la ética de la responsabilidad, Weber dixit. Y no deja de ser una de las grandes paradojas de nuestra vida pública que la acusación de que las izquierdas actúan en aras de sus maximalismos (dictados por el resentimiento o la ideología, les espetaban) se reproduzcan en y desde la gran familia liberal, y por las razones argüidas antaño: resentimiento, ideología (y cambio generacional, pero esa es otra historia).
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