Por: Fernando Escalante Gonzalbo
Ilustración: Víctor Solís, cortesía de Nexos
Son cientos de miles de muertos no sólo anónimos, sino desaparecidos: privados de la mínima ceremonia de respeto, de un funeral. Los cadáveres de la violencia no están: acaso en una morgue con una etiqueta sin nombre, en una fosa clandestina o en un basurero, no están para los suyos, son miles de familias que no han podido ni siquiera enterrar a sus muertos. Los fallecidos de la pandemia, miles de ellos, agonizaron aislados durante semanas y, al final, no se les pudo velar, acompañar, enterrar —por la prisa, por el miedo, porque eran demasiados. Es un dolor añadido para los vivos, un dolor que no tiene remedio posible. La muerte humana no es pura pérdida, es también vínculo o puede ser vínculo para una comunidad: eso hacen los rituales, permiten que los muertos nos acompañen. Algo de la condición humana ha cambiado cuando no es posible honrar a los difuntos.
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