Por: Adrián Acosta Silva
Ilustración: Patricio Betteo, cortesía de Nexos
El crimen tardará en ser aclarado, si es que ello sucede. Se engrosarán carpetas de investigación, se identificarán sospechosos, se formularán dudas, preguntas y especulaciones, se recolectarán indicios: todo lo que forma habitualmente parte del lenguaje y las tareas propias de la fiscalía y el ministerio público. Pero lo que el crimen representa es quizá lo más importante e inquietante de todo: es la confirmación de una prolongada estructura de inseguridad y corrupción que ha adquirido autonomía propia, mediante el ejercicio, legitimado y rutinario, de una violencia práctica, intimidante, homicida, que rebasa las buenas intenciones y las capacidades preventivas y punitivas del Estado. El asesinato del exgobernador es una señal que confirma el dominio de la violencia como una forma de ejercicio de autoridad, donde el Estado perdió desde hace años un monopolio que, en realidad, nunca ha logrado mantener más que en la imaginación de la clase política.