Por Ana De Luca
Ilustración: Alberto Caudillo, cortesía de Nexos
Como en la guerra, el cambio climático está enmarcado en un discurso de que el tiempo se agota, de que es ahora o nunca. Estas sentencias ominosas retumban en nuestras conciencias “nos quedan diez años para actuar”. En el corazón de Manhattan, esa ciudad hoy desdibujada por el humo de incendios forestales, hay un monumento dedicado al número “más importante del mundo”; es un reloj que desciende sin tregua, contando los segundos que faltan para llegar al momento en el que, emitir más carbono a la atmósfera, significaría desatar la catástrofe, movilizando el sentimiento angustiante de que la vida pende de un hilo. De ahí que pareciera que debemos actuar desbocados, frenéticos, sin espacio alguno para la reflexión. Cuántas veces hemos escuchado el mantra insidioso “es mejor hacer algo que no hacer nada”. Hay veces que es preferible no hacer nada a hacer cosas que provocan daños irremediables. ¿De qué sirve seguir sumando acciones que nos alejan de un camino hacia la vida? Sirven para que las empresas sigan a flote desde su eco-capitalismo, sirve para continuar con la lógica frenética del productivismo absurdo, torpe, desprovisto de sentido.