Por: Luis Javier Plata Rosas
Ilustración: Oldemar González, cortesía de Nexos
El neuropsicólogo Victor Nell define a la crueldad como “el infligimiento deliberado de un daño físico o psicológico en otro ser viviente, algunas veces con indiferencia, muy seguido con placer”, y conjetura que ha sido el resultado colateral de nuestra adaptación como depredadores (iniciando por el Homo erectus, hace unos 1.5 millones). Según Nell, la alta excitabilidad física y mental y todos los estímulos —visuales, olfativos, auditivos, táctiles y viscerales— involucrados al atacar, herir y matar a una presa durante la caza, activan nuestros sistemas de recompensas cerebrales y hacen que la cacería sea una experiencia casi orgiástica (adjetivo nada ocioso, pues habría una estrecha relación con el placer sexual). El problema es que este fuerte reforzamiento positivo a través de mecanismos neurales de un comportamiento que permitió que nuestros ancestros se sintieran más que bien cuando atacaban, herían y mataban mamuts para comérselos y sobrevivieran es el mismo que continúa haciendo que no pocos se sientan bien al atacar, herir y matar con fines distintos a los nutricionales.
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