Por Steven Hahn
Ilustración: Alma Rosa PAcheco, cortesía de Nexos
En muchos aspectos importantes, México enfrentaba retos parecidos a aquéllos de los recién fundados Estados Unidos. Ambos países controlaban enormes territorios sobre los que tenían que gobernar. Las clases dominantes de las dos naciones se encontraban divididas entre los partidarios de concentrar el poder en el centro político y aquéllos que preferían la autonomía regional. Las vastas periferias tanto de México como de Estados Unidos vivían bajo la constante amenaza de revoltosas élites locales, así como de pueblos indígenas, tales como los fieros comanches, quienes tenían ideas muy diferentes sobre los límites a respetar y cuya economía dependía de incursiones periódicas en los asentamientos de los colonos. Si bien el Estado mexicano de la época podía presumir un ejército mucho más grande y experimentado que aquél de Estados Unidos, la extensión de tierra a cubrir era sencillamente demasiado grande. El resultado fue que los gobiernos mexicanos, como los españoles antes de ellos, se mostraron dispuestos a llegar a acuerdos con grupos de colonos anglófonos —liderados por figuras como Moses Austin y su hijo, Stephen— para permitir la formación de una colonia territorial en la provincia de Coahuila y Texas, con la esperanza de que el nuevo asentamiento ofrecería a los mexicanos de la región mayor estabilidad y seguridad.