Por: Soledad Loaeza
Ilustración: Izak Peón, cortesía de Nexos
El punto de partida de los nuevos líderes autoritarios no es la crítica de la democracia. Sus denuncias apuntan a la concentración de la riqueza en manos de unos cuantos y a la corrupción de los poderosos, pero no acusan sólo a los millonarios. En los nuevos autoritarismos entran a la categoría de poderosos las élites culturales e intelectuales cuyo único capital es de índole moral. Los autoritarios del siglo XXI no tratan de convertir a esas élites a su propio credo, más bien hacen de ellas el blanco de ataques que buscan desprestigiarlos para despojarlos de la autoridad moral que es su capital. Lo hacen, primero, porque en su mundo son dueños de ese monopolio, que sólo ellos pueden ejercer; y, segundo, porque esas élites los desafían, los critican, visibilizan sus flaquezas, exhiben sus errores, ponen en cuestión el culto a la personalidad que concienzudamente los autoritarios han construido en torno a sí mismos. El principal pecado de los cientificos, de los artistas, de los pensadores o, simplemente, de los profesores universitarios es que sacuden y llegan incluso a perforar la armadura narcisista con que el líder se mantiene a distancia de todos los demás.