Por: Ximena Aguilar Vega
Ilustración: Izak Peón, cortesía de Nexos
Viajé hasta aquí siguiendo el eco de Wilson Alwyn Bentley, granjero estadunidense que en 1885 —con tan sólo 20 años de edad— fotografió por primera vez en la historia un copo de nieve. Desde aquella primera fotografía hasta su muerte, The Snowflake Man —título que se ganó a pulso por su obsesión con la nieve— capturó por medio de cientos de placas fotosensibles, alrededor de 5000 cristales distintos de nieve. ¿Cómo es posible que en todo ese registro fotográfico ni un solo cristal haya resultado ser igual a otro? Todos y cada uno de ellos fueron una pieza maestra única de moléculas de vapor de agua condensado; cientos y miles de diseños del azar que jamás se repetirán. Es cierto que los cristales crecen siguiendo diversas rutas trazadas por la temperatura, presión y humedad, pero si estos fuesen los únicos parámetros que determinan la forma, entonces Snowflake Bentley se hubiera encontrado —al menos en una ocasión— con alguna coincidencia en la inmensa lista de estructuras cristalinas a lo largo de toda su vida.