Por Guillermo Fadanelli
Ilustración: Kathia Recio, cortesía de Nexos
Siendo honesto, me parece que nada de lo anterior tiene sentido: si Charles Baudelaire, Paul Verlaine, Joseph Roth, Edgar Allan Poe e innumerables escritores más fallecieron carcomidos por los excesos de alcohol o drogas, aún hoy continuamos leyendo sus obras y no sería cuerdo ni inteligente afirmar que fracasaron. Cada autor es un animal distinto y si su naufragio no nos concierne creo que tampoco su “éxito”. Decir que se pertenece a una generación es divagar en un lugar común, o peor aún: culpar a los demás de lo que somos. Si la muerte, a la que tanto miedo tenía Michel de Montaigne, es sólo el triunfo del tiempo, uno no tendría nada que añadir al respecto. Tampoco se requiere leer a Johann G. Herder para justificar la influencia que cada cultura ejerce sobre un artista o un escritor. Sin embargo, el acecho de la cultura no es definitivo. Los estridentistas mexicanos que se reunían en el Café Europa, después llamado Café de Nadie, en la calle Jalisco, luego bautizada como Álvaro Obregón, fueron más allá de las formas estéticas que dominaban en su tiempo. Los insultos que se les propinaron entonces son absurdos e inmerecidos. Aun así, su descrédito fue su imperio y cada uno de ellos, a la vez, encarnó en una literatura o un mundo.