Por: Fernando Escalante Gonzalbo
Ilustración: Estelí Meza, cortesía de Nexos
En 1913 un muy joven Walter Benjamin escribía contra la idea, o mejor dicho contra la palabra experiencia. La máscara del adulto, decía, se llama “experiencia”: siempre igual, inexpresiva, impenetrable, siempre con el gesto desabrido de quien ya lo ha vivido todo: los ideales, las esperanzas, y sabe que todo eran ilusiones; la invocación de la experiencia devalúa de antemano los años que estamos viviendo, decía Benjamin, los vuelve irrelevantes, llenos sólo de inocentes disparates juveniles que habrá que olvidar. La invocación de la experiencia es un recurso para someter a los jóvenes, para imponer la conformidad con el orden de cosas, la resignación: lo que dice la experiencia es que la rebeldía es inútil. No porque los adultos no hayan experimentado otra cosa más que la falta de sentido de la vida, sino precisamente porque lo han experimentado: “nada odia más el filisteo que los sueños de juventud”, porque le recuerdan que a él también le llamó la voz del espíritu.
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