Por: Daniela Rocha González
Ilustración: Víctor Solís, cortesía de Nexos
En muchos sentidos, PISA ha sido víctima de su propio éxito. Especialistas y académicos han expresado preocupaciones respecto a la manera en que PISA encauza este debate e impacta a los actores educativos con cuestionamientos. Estas críticas van desde la visión preponderantemente económica de la educación que prepara para el trabajo, hasta la presión que los rankings imponen a las comunidades educativas. Igualmente importantes son los argumentos que apuntan a una excesiva concentración en ciertas asignaturas (lectura, matemáticas y ciencias) que opacan enfoques de educación integral, situación que ha sido gradualmente mitigada con el lanzamiento de iniciativas como el Marco para el bienestar o PISA para el Desarrollo, por mencionar algunas. Incluso, los debates entre responsables de educación en el marco de la junta de gobierno de PISA se caracterizan por una búsqueda permanente de equilibrios entre cuestiones políticas y técnicas, entre continuidad e innovación; entre periodicidad y costos; entre expansión y aseguramiento de la calidad; el afán de mejora es constante. Ante la ausencia de la prueba perfecta, las concesiones son inevitables. Aun con sus claroscuros, PISA aporta información valiosa para el sistema educativo nacional.