Por: Claudia Alarcón
Ilustración: Patricio Betteo, cortesía de Nexos
Las sanguinarias imágenes que, voluntaria o involuntariamente, consumimos en las redes sociales, en televisión, en los puestos de revistas, de seres humanos (padres, madres, hijos, hermanas, amigos, compañeras de trabajo) que han sido cruel y brutalmente asesinadas nos condenan a vivir emocionalmente en una habitación oscura en donde parece imposible encontrar la salida. Y es que donde algunas personas ven “normalización de la violencia”, otras vemos una petrificada indiferencia por la vida humana. Y en medio de toda esta tragedia nacional, aparece la apuesta de los cínicos: “Sólo así sabremos en qué sociedad vivimos y tomaremos consciencia de ello”. ¿En verdad, sólo así lo sabremos?, ¿existe alguna superficie del país que esté libre de vivir bajo la amenaza de todas esas violencias? México es un país históricamente desigual, racista, clasista y pobre. Artistas, periodistas, cronistas, turistas y fotógrafos han dado cuenta de esta realidad histórica ya sea mediante la folclorización, la denuncia, la romantización o la disidencia estética. Nos hemos permitido, incluso, que la pobreza adorne nuestros espacios, caminamos por ella entre las calles, la padecemos de manera directa o indirecta, es la columna vertebral de los espacios públicos. ¿Acaso eso nos ha hecho una sociedad más consciente de todas estas realidades? Y lo que es más, ¿esto ha motivado un cambio significativo más allá de servir de contenido para los discursos de políticos en campaña? Si uno ve objetivamente la realidad social y política en que ha vivido cada región del país en los últimos 200 años, no deberían sorprendernos los niveles de violencia que hemos alcanzado.