El dilema moral de Santa Claus

Ciudad de México /

Pasado mañana es Nochebuena. Es hora de dejar de lado la política para hablar de temas edificantes, empezando por las tradiciones navideñas. En estos días, cuando disminuye venturosamente la cobertura mediática del desquiciamiento que el poder provoca en la humanidad, mi mente comienza a procesar otros entresijos. Uno de ellos tiene que ver con el personaje que se ha adueñado de la Navidad, el presunto responsable de una complicadísima producción y repartición masiva de regalos al que llaman Santa Claus. Muchos sabemos que está inspirado en san Nicolás de Bari, obispo de Mira, un hombre generoso que en el siglo IV dio a los pobres la fortuna paterna que heredó; pocos saben cómo lidiar con el mito que lo ha entronizado. ¡He aquí un verdadero desafío intelectual, no las trivialidades que nos quitan el sueño el resto del año!

¿Se vale ser cómplice de una mentira para alegrar a los niños? Mis dos vástagos mayores, por separado y sin previo acuerdo, me expresaron su reconcomio la semana pasada. Dos de mis nietas han llegado a la edad de cuestionar la viabilidad logística de la faena santaclosera, y sus preguntas sobre la veracidad del complejo industrial altruista del Polo Norte les escuecen. ¿Su ilusión justifica la falacia? ¿Conviene apuntalar un relato ficticio que, para colmo, pronto será desmentido? ¿El estímulo a la imaginación y el embeleso ante el ritual fantástico compensan la ulterior desilusión y una posible pérdida de confianza en la palabra paterna? Aunque supongo que casi nadie se lo plantea, el cuestionamiento es pertinente. Los hijos suelen confiar ciegamente en sus padres y no se debe jugar con su confianza. El dilema moral en torno a Santa Claus es serio y la filosofía, de Kant a Nietzsche, lo ha evadido.

Pese a estar inmerso en esa desasosegante disquisición, me lancé hace un par de días a una aventura temeraria. Mi esposa decidió hacer una “pijamada” prenavideña para las cuatro nietas y, en flagrante insensatez, dimos luz verde al proyecto. Yo avalé una vez más la costumbre embustera, preñada además de burdos intereses mercantiles y descalificaciones religiosas, y ella fue más lejos: montó una sofisticada operación de movimiento de elfos, los duendes que integran la fuerza laboral del gordo barbón y que probablemente son víctimas de explotación infantil. Ora aparecían encaramados en el dintel de la puerta, ora desayunando en la cocina. Mi mujer preparó efectos especiales que merecen una nominación al Óscar: cuando la más escéptica de la camada decidió monitorear al elfo mayor, dejando un celular grabando su inmovilidad, fue sigilosamente a jalarlo con su mano fuera de cuadro. La algarabía extasiada de las niñas al ver el video no tiene precio, diría el comercial.

Ahí tienen ustedes. Confieso, con franqueza, mi complicidad en un inveterado y multitudinario engaño. No he salido de la encrucijada: sigo en la duda hamletiana. Pero como en todas las anteriores, en esta Navidad he decidido sumarme al encubrimiento de Santa Claus. Quizá más adelante me las ingenie para concebir una alternativa que nos ahorre a padres y abuelos el cargo de conciencia de mentir transitoriamente a nuestros hijos y nietos. Hoy me limito a pedirles, amables lectoras y lectores, que no dejen este artículo al alcance de los niños.


  • Agustín Basave
  • Mexicano regio. Escritor, politólogo. Profesor de la @UDEM. Fanático del futbol (@Rayados) y del box (émulos de JC Chávez). / Escribe todos los lunes su columna El cajón del filoneísmo.
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