El raro espécimen llamado demócrata

Ciudad de México /

A la memoria de mi amigo José Agustín Ortiz Pinchetti.

Es más fácil que un ego populista pase por el ojo de una aguja que un extremista entre en el reino de la democracia. Quien abraza una ideología con celo fundamentalista, en efecto, puede ser todo menos demócrata. La lucha por alcanzar y mantener el poder le es preeminente. Le importa el fin, no el medio. Aplaude las elecciones democráticas mientras lo entronizan pero en el momento en que dejan de hacerlo, tan pronto como la oposición le arrebata el apoyo mayoritario, las desvirtúa.

Concentrémonos en el populismo, una de las manifestaciones —no la única— del extremismo. Un líder “iluminado” puede ser un fanático de izquierda o de derecha. Puesto que cree que su doctrina es la verdad revelada y se considera a sí mismo un ser providencial que encarna la trascendental redención de su patria, ve a la democracia como una herramienta táctica, desechable, útil sólo en tanto le ayude a cumplir su misión. Su credo es el único legítimo —no hay más camino a la salvación— y por eso no respeta la voluntad popular cuando le es adversa. Permitir la alternancia es una apostasía. Por eso, porque no puede tolerar la disidencia ni admite que haya otro representante del pueblo, el populista es intrínsecamente autoritario.

Hay líderes menos iluminados, desde luego, quienes tan solo quieren ser poderosos. Esos fingen creer, fingen su compromiso con el pueblo. Actúan, pues, y por ello son en cierto sentido menos peligrosos, aunque en otro lo son más. En efecto, todos hacen daño. Y es que en estos tiempos el disfraz democrático les es más funcional que la guerrilla o el golpismo para encumbrarse, como se demuestra en no pocos países que los han electo. Hoy por hoy es fácil que entren y endemoniadamente difícil que salgan, ellos o su claque. Tienen arrastre popular y eso les suele garantizar largas permanencias. Y cuando se les acaba el dinero para repartir —y con él los votos a cosechar— hacen fraudes y reprimen a los opositores. He aquí la diferencia: aunque el político procura mantener el poder, y muchas veces llega a hacer trampas para lograrlo, tiene límites. Solo los caudillos son capaces de todo para quedarse.

Tomemos el caso de Nicolás Maduro, el presidente de Venezuela. Está dispuesto a incendiar su país antes que aceptar su derrota. Atención: la lógica de ese tipo de regímenes parte de la premisa de que el triunfo de “la derecha” implica el arribo o retorno de los vendepatrias corruptos, y es preferible dinamitar la patria a “entregarla” y presenciar su fin. Es la mentalidad del monopolio de la legitimidad, del pensamiento único, emanada del totalitarismo y ahora propia de las autocracias populistas. En el mundo hay ejemplos conspicuos de esta tendencia. Usted, estimado(a) lector(a), identifíquelos. ¿Cuáles son iluminados, cuáles actores? ¿En qué etapa está cada uno de ellos?

La democracia es contraintuitiva. El raro espécimen llamado demócrata aprende que sus pulsiones egoístas o impositivas son incompatibles con la paz social y el progreso, los cuales requieren de reglas democráticas que no han de cambiarse cuando no le favorecen. Aprende que la suya no es la única ideología válida, que quienes piensan diferente no son traidores y merecen respeto. Y ese aprendizaje es imposible desde el fanatismo, en cualquiera de sus expresiones.


  • Agustín Basave
  • Mexicano regio. Escritor, politólogo. Profesor de la @UDEM. Fanático del futbol (@Rayados) y del box (émulos de JC Chávez). / Escribe todos los lunes su columna El cajón del filoneísmo.
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