Hace tres meses, cuando Xóchitl Gálvez empezó a considerar entrarle a la carrera presidencial, la partidocracia opositora no la quería. Por cierto, no fueron los empresarios quienes la convencieron de buscar la candidatura; ellos, como el resto del círculo rojo, ni siquiera la veían en CdMx, porque tampoco ahí era aceptada por las dirigencias. Lo sabe bien el presidente López Obrador: el puntero era Creel, por quien estaba a punto de apostar en la mañanera cuando se percató del envión orgánico que estaba tomando Gálvez y pidió una semana de prórroga; ahí, hace unas semanas, cambió su apuesta. Luego, cuando Xóchitl pensó que ya había convencido al Frente, surgió el desafío de Beatriz Paredes. Y volvieron las dudas.
Del otro lado la historia fue distinta. Hace cinco años, cuando iniciaba este sexenio, cualquier observador medianamente informado sabía que la predilecta de AMLO era Claudia Sheinbaum. Desde entonces salían de Palacio Nacional innumerables señales de esa predilección sucesoria. A ningún otro aspirante le dio las muestras públicas de aprecio y cariño que le prodigó a ella, a nadie rescató cuando enfrentaba adversidades como a ella, a ninguno en el gabinete prestó colaboradores cercanísimos para reforzar su cuarto de guerra como a ella. Maestro de la simbología, sabedor de su enorme influencia sobre sus seguidores, AMLO envió mensajes inequívocos de que Sheinbaum debía ser la candidata presidencial de Morena: desde el lugar que le asignó en las ceremonias hasta el diseño a su medida del método para procesar la coordinación de la defensa de la 4T y la anuencia presidencial a la cargada de gobernadores y al uso de los programas sociales a su favor. La denuncia de Ebrard solo corroboró lo que todo mundo veía en las giras de las corcholatas. Fue, en suma, un dedazo en cámara lenta, que AMLO buscó legitimar con la simulación del proceso corcholatero. Y esta semana ganaré la apuesta que hice hace años, no semanas: será Claudia.
Así pues, la incertidumbre sobre la candidatura estuvo del lado de la oposición, no del oficialismo. No me sorprende: en el Frente muchos meten su cuchara, en la 4T hay mando único. La idea de la representación inversa en el populismo que he citado en este espacio —la de que el líder no representa la voluntad del pueblo sino que el pueblo representa la voluntad del líder— se comprueba. Sheinbaum no es una figura carismática que por sí misma arrastre multitudes; los obradoristas la prefieren porque representa leal y eficazmente a AMLO. Xóchitl Gálvez, en cambio, se abrió paso gracias a la simpatía que despertó en la gente, lo que hizo no solo sin el aval de los aparatos partidistas sino, en un principio, a contracorriente de ellos. Y la fábula del “invento” de los empresarios no resiste el menor soplo de evidencia; ellos la apoyaron cuando, ya subida al ring, corroboraron su competitividad. Abrieron los ojos, dicho sea de paso, apenas un poco antes que AMLO.
El carisma de Xóchitl contenderá contra la marca y el aparato de Estado que impulsarán a Claudia. Pero me queda claro que, en la batalla de la narrativa, las creencias de quién fue impuesta y quién creció orgánicamente serán respaldadas por relatos fantásticos oficialistas y hechos opositores. Facta, non verba: la farsa es de AMLO.