Este año se definirán las candidaturas y plataformas del oficialismo y de la oposición para disputar la Presidencia de la República. Pero atención: nadie podrá volar sin escalas al 2024. Andrés Manuel López Obrador tiene que volver al 2018-2021 y reflexionar sobre la deserción de la clase media, porque sin ella difícilmente ganará la elección. Y la coalición opositora debe ir más atrás, al sexenio 2012-2018, para comprender el apabullante triunfo de AMLO hace cuatro años.
La apuesta de derrotar a la oposición mediante la transferencia de popularidad es asaz riesgosa. Del 60% que aprueba a AMLO quizá solo la mitad sea transferible, porque ninguna de sus corcholatas tiene su carisma. Si su núcleo duro es de poco más de 15 millones de votos, y ni Claudia Sheinbaum ni Adán Augusto López le suman mayor cosa, AMLO tendrá que buscar otra fuente de sufragios. He aquí la razón de su miedo a perder y de su obsesión por controlar o debilitar al INE.
La alianza opositora tiene otro dilema. La victoria de AMLO en 2018 no se puede entender sin los millones de votos que recibió gracias a la irritación social provocada por el gobierno de Enrique Peña Nieto y su corrupción rampante. Esto, que era obvio, para algunos ya no lo es. Y es que la polarización de AMLO ha llegado al grado de hacerle creer a la gente que solo existe una alternativa para México: la 4T o el neoliberalismo que la precedió y pretende sucederla. No hay, según él, tercera vía. Por eso en 2018 planteó la disyuntiva de continuidad o cambio y para 2024 perfila la de continuidad o retroceso. Y a menudo la oposición cae en el garlito y presenta el pasado peñanietista como única opción ante el antepasado echeverrista, como si no fuera suicida hacer protagonistas a personajes e ideas que reivindican el latrocinio iniciado en 2012.
Los mexicanos estábamos enojados en 2018 porque el saqueo había sido brutal. Peña Nieto fue un presidente corrupto y autoritario; estableció un presidencialismo melifluo, distinto al personalismo agresivo de AMLO (yo suelo decir que uno enriquecía a sus contrapesos para cooptarlos y el otro los empobrece para someterlos) pero igualmente antidemocrático. Si en vez de asumir que AMLO es igual a Peña se pregona que es peor, por más bonito que suene se cae en la trampa narrativa de las mañaneras y se acaba defendiendo lo indefendible. De nada sirve esgrimir cifras en desagravio del gobierno de EPN: la sentencia condenatoria dictada por los mexicanos no va a cambiar.
México tiene dos tumores cancerosos, la corrupción y la desigualdad. El diagnóstico de AMLO -que por cierto no es suyo, viene de lejos- fue correcto; donde se equivocó por completo fue en la prescripción. Extirparlos presupone un cambio muy diferente al que él ha realizado: uno que enmiende instituciones, no que las destruya a golpes de voluntarismo; uno que contrarreste la pobreza, no que la haga clientelar; uno que reconcilie a los mexicanos, no que los confronte. Un proyecto socialdemócrata. Y eso no es revivir los años 60 y 70 ni regresar a los 80 y 90 y menos al sexenio anterior, que también es pasado: es forjar la grandeza de México mirando al futuro, dejando atrás tanto este espejismo populista que socava a la democracia como aquel modelo neoliberal que nos legó un mundo tan desigual.
@abasave