Poderío impotente

Ciudad de México /

Las instituciones dan sentido a la burocracia. Presuponen un proyecto, definen un contrato social. Eso no parece discernirlo el presidente López Obrador, quien cree que su 4T puede operar con andamiajes burocráticos y sin entramado institucional. No refunda las instituciones: las destruye. Anula al Sistema Nacional Anticorrupción, desvirtúa al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, socava al Instituto Nacional Electoral, desahucia al Instituto Nacional de Transparencia y mata sucesivamente al Seguro Popular y a su propio Instituto Nacional de Salud para el Bienestar, todos los cuales cumplían funciones nodales, mientras deja intactos los usos y costumbres de miles de burócratas que siguen confeccionando la corruptela nuestra de cada día.

Contra lo que algunos creen, AMLO no es estatista: es autocrático. No quiere encabezar un Estado fuerte, quiere ser el hombre fuerte. Por eso ha hecho algo peor que acumular demasiado poder en el Ejecutivo federal, que ya es bastante malo para los equilibrios democráticos: lo ha constreñido en su persona. Sus colaboradores no se atreven a esgrimir ideas propias ni a informar sin dictado. No sorprende, pues, que el gabinete se haya pasmado durante su reciente convalecencia. Pero atención: esto no ocurre en la base de la pirámide burocrática; paradoja o no, la capacidad de los integrantes de su gobierno de modificar las decisiones de AMLO es inversamente proporcional al nivel jerárquico de cada uno de ellos. Es decir, mientras más cerca de la base están menos le obedecen. El elefante es, en realidad, un camello cuyas jorobas oscilan al compás de las riendas del jinete en tanto sus patas se mueven como les da la gana.

En este sentido AMLO es el presidente más poderoso que México ha tenido y, a la vez, el más impotente. Y es que, en vez de moldear la administración y establecer políticas públicas para lograr sus objetivos, se limita a escoger subordinados inmediatos con el criterio de la lealtad incondicional. Él, que insiste una y otra vez en que la política se hace de abajo hacia arriba, no pone atención a la tropa burocrática ni hace nada para mejorar su comportamiento. Ciertamente, todos los mandatarios mexicanos —ya no se diga los del primer mundo, cuyos servicios civiles de carrera se mueven por sí mismos— han tenido dificultades para determinar el rumbo de la cosa pública, pero quizá AMLO sea el menos eficaz, porque asume que su liderazgo permea por ósmosis y que la transformación se da a golpes de saliva.

Son los gajes del populismo y su desdén por el Estado. AMLO llegó al poder desprovisto de diseño institucional y así, sin planos para una nueva construcción, se lanzó a demoler lo que había. Ignoró a la burocracia y la burocracia —amor con amor se paga— lo ignoró a él. La serpiente sin cabeza serpenteó sin ton ni son. El fiasco del INSABI es la expresión criminal de la falta de planeación; el golpe al INAI es la formalización de la opacidad y la discrecionalidad personalista. AMLO cosecha, a fin de cuentas, el caos administrativo que sembró. De hecho, en el ocaso de su sexenio ya no son solo los soldados: algunos generales empiezan a contrariarlo. Y el jefe máximo de la transformación tiene que hacerse de la vista gorda y dejarlos hacer para no perder el menguado control que le queda. 

  • Agustín Basave
  • Mexicano regio. Escritor, politólogo. Profesor de la @UDEM. Fanático del futbol (@Rayados) y del box (émulos de JC Chávez). / Escribe todos los lunes su columna El cajón del filoneísmo.
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