Spin, le llaman. Es el giro que se da a una noticia para sacarle ventaja política. Y el que se pretende dar a la entrega de 29 capos del narco a Estados Unidos —pese a que la decisión ha favorecido la imagen de Claudia Sheinbaum y no requiere distractores narrativos— es que no se hizo por presión de Donald Trump sino para evitar que el corrupto Poder Judicial mexicano los liberara. Se manipula el caso para idealizar la elección de juzgadores y desviar la atención de la realidad: aunque hay corrupción en el sistema actual, la reforma de marras no busca contrarrestarla sino darle a la 4T el control de una judicatura que mantendrá sus vicios y perderá su margen de autonomía.
Vayamos al fondo del asunto. La concepción populista de la democracia es la demagogia. Lo advirtió Aristóteles: la degeneración se da al subordinar la ley al asambleísmo del demagogo. De Locke y Montesquieu a Jefferson y Madison se ideó el antídoto: división de poderes y representatividad democrática. El pueblo elige representantes para legislar y gobernar con contrapesos. La ley no es inmutable, pero su modificación depende de la deliberación racional de los legisladores —hasta Rousseau se opuso a la exaltación plebiscitaria— y no de la veleidad presidencial. En el populismo, en cambio, se elige un presidente —exégeta único de la voz del pueblo que puede redefinir la legalidad a su antojo— y punto. Los legisladores cumplen sus designios. Nada ni nadie debe entorpecer su lucha heroica por implantar la voluntad popular, y para ello se mete a empellones al demos en una sola persona y se forja un régimen de pensamiento único. El Estado de derecho ha de plegarse en tiempo real al capricho del líder omnisciente. López Obrador y Trump sugieren lemas: “No me vengan con que la ley es la ley” o “Quien salva a su país no viola ninguna ley”.
En su afán de tirar las vallas que lo limitan, el iluminado populista tiene un enemigo: la independencia del Poder Judicial. Su carisma suele arrastrar al electorado y moldear el legislativo a su imagen y semejanza, pero no puede colonizar la judicatura. Entonces, a sabiendas de que se trata de una institución inerme, la encañona con la aritmética en ristre: un puñado de togados no va a detener a millones de votantes. Empieza por azuzar a su grey al linchamiento moral, se sigue con el desacato —una constitución es lo que el pueblo quiera en cualquier momento y el pueblo siempre quiere lo que él dice— y acaba con una reforma para que los juzgadores también sean electos y uniformados “popularmente”. Así se cultiva esta peculiar versión de la dictadura del proletariado.
López Obrador escribió el script, Sheinbaum lo ejecuta y Trump sueña con emularlo. La disidencia —política, social, empresarial— no puede desafiar al líder supremo. Como los diputados, los jueces han de ser soldados prestos a defender al régimen y a castigar a quien ose contrariarlo, no guardianes de un refugio para infieles. En México, donde el populismo ensaya una riesgosa heterodoxia —la jefa manda en consulta con un politburó—, muy pronto será imposible ganarle un juicio a la 4T; en Estados Unidos —ojo, Lenin es teórico de cabecera de Bannon— aún no se llega a esa fase superior del populismo. En ese escalafón, sin spin, aventajamos al “imperio”.