No debería ser tan complicado ser un buen funcionario público. En teoría, bastaría con escuchar más a la gente y menos a los asesores. Pero ahí empieza el problema.
La gente, cuando es escuchada, dice lo esencial en segundos, es decir, qué le duele, qué falta y qué urge. Los asesores, en cambio, suelen dedicar horas a maquillar la realidad, a inflar el ego del jefe y a construir burbujas donde todo va bien, aunque afuera todo esté mal.
Buena parte del fracaso de la clase política mexicana nace de creer que ganar una elección es gobernar. Y entonces hacen campaña permanente, se obsesionan con la narrativa, con la foto, con el aplauso y se olvidan de administrar.
El segundo error es todavía peor. Se rodean de incondicionales en lugar de capaces; prefieren al que aplaude, en lugar del que cuestiona. Y ahí tenemos gabinetes improvisados y decisiones desatinadas.
Ese mismo círculo de aduladores termina aislando al gobernante. Se encierran en oficinas cómodas, camionetas lujosas y eventos cerrados, mientras la realidad se queda afuera. Gobernar desde el escritorio siempre es pésima idea.
Desde 2018, además, se normalizó el vicio de gobernar con ocurrencias. Sustituir políticas públicas por impulsos. Decidir sin diagnóstico, sin planeación y sin evaluación. Apostar todo a la intuición y nada a la evidencia.
Creen, además, que controlar el discurso basta. Que si se domina la narrativa, la realidad se acomoda sola. Pero la realidad no obedece a esta lógica.
Luego está la soberbia, traducida en la incapacidad de admitir errores. Para muchos políticos, rectificar es rendirse. Reconocer fallas es debilidad, cuando en realidad, es lo único que distingue a un gobernante maduro de uno condenado al fracaso.
Lo peor llega cuando gobiernan pensando en el siguiente cargo y no en el siguiente problema. Administran con la vista puesta en la boleta electoral.
Si los datos incomodan, se ignoran. Si los expertos contradicen la narrativa, se desacreditan. Si la crítica surge, se estigmatiza. El diálogo se sustituye por confrontación.
Y aunque el discurso oficial promete combatir la corrupción, en la práctica se tolera para “no hacer olas”.
Al final, muchos políticos actúan como si el cargo fuera patrimonio personal y no una responsabilidad prestada, con fecha de caducidad. No miden el hartazgo social hasta que éste se traduce en castigo político.