Hace años, platicando con un chofer de autobús al que no le costó darse cuenta de que era yo sacerdote, pues suelo vestir de esta forma, entre otras cosas porque así estoy más disponible en todo momento para poder ayudar a cualquier persona que lo necesite. Aquel hombre me hizo un comentario en tono de evidente desacuerdo: ¿cómo pueden los sacerdotes dar consejos sobre el matrimonio si no se casan? Para hablar de los problemas matrimoniales hay que estar casados. Lo primero que se me ocurrió decirle fue: Pues mire, permítame aclararle que las esposas de los choferes nos cuentan a los sacerdotes lo que no dicen a sus maridos.
Como es lógico, los sacerdotes, ejerciendo nuestro ministerio y en especial dentro del sacramento de la confesión, entramos en el ámbito más sagrado de cada persona –su conciencia–, pues los fieles suelen abrir sus almas para pedirle perdón a Dios a través de estos seres indignos que lo hacemos presente como juez misericordioso. De esta forma somos depositarios de lo mejor y de lo peor que cada ser humano tiene en su alma.
Aquí abro un paréntesis para aclarar que frecuentemente le agradezco a Dios que me haya permitido vivir en esta época llena de avances técnicos y, por lo mismo, nos permiten hacer muchas cosas inimaginables en tiempos pasados. Entre estas maravillas están los teléfonos celulares.
Ahora bien, soy consciente de los peligros que esto conlleva, pues al confesar a muchas personas, incluyendo niños, descubro, con gran pena, que no son pocos los que a través de estos aparatos van contaminando sus inteligencias y sus almas con temas e imágenes de tipo erótico.
Admiro la actividad sexual dentro de los planes de Dios, que ha querido hacer participar al ser humano del poder creador para tener hijos que puedan llegar a ser felices eternamente con Él en el cielo; pero esta visión positiva se ha pervertido en las mentes y en las vidas de millones de personas, quienes solo buscan el placer fuera del orden natural orientado a la procreación y educación de los hijos.
No me parece razonable poner a los hijos pequeños ante peligros que no pueden ser controlados por sus padres.
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Alejandro Cortés González-Báez
Monterrey /
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