Todo el tiempo cambia, como el clima. A veces llueve hasta tarde y otras hay amaneceres calurosos de aire caliente y refrigeradores descompuestos. El café es insuficiente para abatir esta sensación de sequedad interna y enfrentar con toda valentía la humedad salinizada a lo largo de la piel.
Antes, cuando era completo dueño de sí y no había rarezas alrededor, era común verle limpiando el sudor con un viejo pañuelo cuyo color rojizo era parte de lo que le parecía un pasado muy remoto, como ahora; la diferencia es la nueva tonalidad amarillenta y hasta verdosa entre hilos, pero sigue con él porque le sirve para recordar ese pasado y la humanidad perdida; vamos, no rechaza su actual situación, pero no se siente cómodo con ella, especialmente por su muy exigente necesidad.
No se arrepiente. De cualquier forma los restos del hombre servirán para alimentar a algunos depredadores y las rapaces se darán un festín que seguramente compartirán con sus crías en lo alto de las rocas sobre la montaña, más allá del bosque y el río. Los otros dos solo estaban malheridos y les dejó escapar, de hecho no tuvo otra opción. Era eso o arrancar su vida entre el hocico y las tenazas surgidas de su boca. No era y no fue su primera decisión, pero ellos atacaron primero, en especial el tipo del arma cuyo disparo no le dañó gracias a las características en su nueva piel.
Un café. Por alguna razón siente necesidad de la bebida pese a la elevada temperatura que siente aún en el interior del bosque entre la maleza o en lo profundo de la cueva convertida en hogar. Su corporalidad arde en el exterior, el interior es diferente. Sed y frío no son una buena combinación. Quizá por eso buscó un mejor sitio. El primero solo consistía en una saliente bajo el risco, pero el sol amaneciente resultó ser insoportable y los tremores provocados a lo largo de su cuerpo por el rumor de la cascada le enloquecían. Por fortuna halló la cueva y se sintió en casa al descubrir al menos tres accesos a ella desde diferentes puntos que, para otro, resultarían completamente inaccesibles.
Ha hecho fuego y usa alguno de los artilugios para verter agua y esperar un primer hervor, la señal inequívoca para empezar el ritual cuyo siguiente paso consiste en añadir grano molido y azúcar, mucha azúcar. Ya casi está. Hay una taza de cerámica en espera y sus salivales se disparan ante la necesidad y la oportunidad de la cada vez más pronta satisfacción.
Si alguien pudiese describir ese momento se enfrentaría a la enorme dificultad de expresar cómo es que puede recluirse en el fondo de este sitio repleto de humedad y frío para escapar del abrasante calor exterior con la única consigna, mientras espera, de beber una taza de café caliente endulzada hasta la repulsión.
Qué importa. Sirve. Lleva hasta su boca el pequeño contenedor y sus labios acarician la orilla, observa el vapor desprendido por el líquido y lo aspira con todo placer mientras las llamas siguen jugando a saltar de uno a otro lado sobre los maderos y su crepitar inunda el ambiente: construyen una melodía de notas irrepetibles con los lejanos sonidos del agua e iluminan las rocas y su gelidez resbalando en pequeñas gotas hasta la base cuya humedad se aleja de la artificial fuente de calor.
Diana empieza a querer moverse pero se detiene. Trata de recordar pero no sabe cómo hacerlo porque simplemente se desvaneció cuando el hombre trataba de recargar el arma. Ni siquiera supo a qué le había disparado, perdió el conocimiento sin razón aparente.
Ahora está en la saliente de unas rocas, cubierta de una especie de tela que nace en la parte baja de sus tobillos para subir alrededor hacia las rodillas, los muslos, la cadera, la cintura, el pecho y terminar rodeando su cabeza. Reconoce estar absolutamente inmovilizada y solo orificios básicos quedaron al descubierto: la boca y las fosas nasales.
Hace un rápido recorrido visual y observa desde lo alto al hombre, reconoce el olor que ha inundado la caverna y una parte de ella lo desea, pero algo le molesta, quizá sea la sensación de desnudez bajo la seda…