Un invitado a nuestra mesa (XXVI)

  • Pa'no molestar
  • Alejandro Evaristo

Ciudad de México /

El miedo es reconocible en los rostros y actitudes de la gente en la ciudad, especialmente cuando empieza a caer la tarde y todos aceleran el paso para llegar a casa o a alguno de los refugios.

Madres y padres esperan en las puertas de sus domicilios la llegada de los más jóvenes y en cuanto les ven acercarse les apresuran porque ya es tarde y los últimos rayos del sol están por acabar de despedirse de techos, azoteas y tinacos.

La ciudad hoy tiene el rostro de la desesperación y la sonrisa de la angustia por quienes aún no llegan, aunque a estas alturas todos, incluso los pequeños, saben qué hacer y cómo actuar. Las instrucciones son precisas, exactas y concretas: “si consideras que será difícil llegar no te arriesgues y busca guarecerte en alguno de los albergues; cuando estés ahí nos llamas”.

Las rutas de transporte se han reducido a una por hora y solo desde el centro hacia los cuatro puntos cardinales trazados sobre la gran masa amorfa de la urbe, ida y vuelta, bajo resguardo de cuatro policías o militares armados. Las corridas se terminan a las 11 de la noche y reinician a las 5 de la mañana y las ventanillas siempre están cerradas. A lo largo de los trayectos solo hay dos puntos para detenerse y es precisamente en los sitios habilitados como albergues o refugios nocturnos, algunos oficiales y otros creados por parte de organizaciones civiles y/o religiosas. A nadie está permitido avanzar más allá, porque el riesgo es demasiado alto.

El miedo duerme con un ojo abierto mirando hacia la ventana y la puerta, con los oídos atentos a los sonidos de las sombras en el exterior, las que se mueven y las que permanecen enteras ahí en una niebla que no llega y la madrugada de un despertar agradecido por ello.

Entonces desayuna oraciones en el pan con mantequilla y el vaso de leche, acomoda cosas en portafolios y bolsos y mochilas y ofrece besos y abrazos a quienes esperarán a lo largo día el regreso de cada uno de los habitantes mientras cocinan, limpian y prestan atención a cuanto noticiero surge en las radios o en los televisores.

Algunos han intentado abandonar la ciudad, pero las instrucciones y determinaciones de las autoridades federales se los impide: nadie puede salir hasta no saber a qué nos enfrentamos, lo primordial es evitar la posibilidad de un contagio masivo.

Por eso hay un cerco militar dispuesto a cinco kilómetros de distancia en los caminos, vías y carreteras que llegan a esa imperfecta mole de concreto y metal. Por eso hay militares rodeándola y un montón de decisiones, algunas públicas y otras ocultas, por tomar.

Cada tercer día un camión contenedor llega a las oficinas centrales de la municipalidad para distribuir víveres que son descargados por personas cubiertas totalmente con trajes especiales para protegerles de una posible contaminación química o biológica. Aunque los primeros análisis en agua, aire y tierra rechazan la posibilidad de ese tipo de factores, nadie quiere arriesgarse, así que su uso no está de más.

Los días de normalidad continúan como de costumbre y todos los habitantes los viven como siempre, solo han cambiado las noches…

***

Apenas había usado un par de hojas de la libreta de anotaciones cuando decidió investigar y llevar en ella el registro de todo lo que averiguara.

Lo primero que plasmó fue una crónica exacta sobre el día y las extrañas circunstancias en que desapareció su compañero camarógrafo, junto con un par de fotografías de la zona hechas con su celular y luego impresas en la redacción de la televisora.

En la siguiente página había un mapa de la ciudad en blanco y negro marcado con pequeños puntos rojos numerados para delimitar la zona en que fueron encontrados algunos cuerpos y más abajo un listado especificando sitios, direcciones y alguna circunstancia particular a propósito de la o las víctimas. Por ejemplo, el punto 1 era el parque, en la descripción había escrito “dos jóvenes, ataque de pandilleros, descubiertos por el servicio de limpia”.

Fernando no era un tipo meticuloso, pero reconocía a la perfección y de forma inmediata la importancia de un detalle, especialmente en cuestiones relacionadas con su labor periodística y para eso, para las dudas pendientes de resolver o entender, tenía la costumbre de usar las hojas al final de sus cuadernos. En este ya había escrito “incendio en la zona industrial” y “accidente en el parque”, pero no entendía por qué…


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