Recuerdo cuando mi amigo —un bohemio amante de la música de protesta— me propuso ir a una pequeña tienda con el único propósito de burlarnos del encargado. El motivo era simple: Aquel joven tocaba la guitarra y cantaba alabanzas a Dios. Ambos se conocían porque mi amigo tenía un pequeño restaurante a pocos metros de allí.
Apenas entramos, mi amigo le pidió que “tocara algo”. Mientras el joven lo hacía con pasión, mi amigo me miraba de reojo y sonreía con desprecio. Yo no sabía qué hacer. No me parecía gracioso, pero tampoco entendía qué significaban esos cantos a Dios.
Quién iba a imaginar que años después un médico, “por casualidad”, me hablaría de Jesucristo. En apariencia yo estaba bien en esa época, pero mi vida era un desastre y, en el fondo, sabía perfectamente que, si el Infierno existía, yo tenía reservado un lugar en primera fila. Nada de visa temporal o permiso de residencia: Nacionalidad plena en el tormento eterno.
Creo que la semilla que aquel joven sembró con sus alabanzas, junto con otras cosas —como las oraciones de personas que ni siquiera conocía—, terminó llevándome a pedirle a Jesucristo que me perdonara y me salvara.
Pasó el tiempo y, en cierta ocasión, al hablar con mi abuela sobre Jesús, ella exclamó más o menos: «¡Ay, mijo! Saliste igualito que tu bisabuela. Ella se hizo “evangélica” cuando ya era mayor». ¡Hasta ese momento supe que había tenido un familiar cristiano en mi linaje! Siempre me he preguntado si mi conversión fue también respuesta a las oraciones que mi bisabuela —a quien nunca conocí— elevó a Dios por su descendencia.
No estás leyendo esto por casualidad. Dios te está buscando porque conoce perfectamente tu condición, te ama tal como eres y, al mismo tiempo, no quiere dejarte así. Es muy probable que haya personas que han orado por ti en el pasado… o que todavía lo están haciendo.
Soy cristiano porque tengo la absoluta certeza de que sin Jesús mi vida estaría hecha pedazos. No le pedí a una “religión” que me salvara —ya era religioso de sobra—, se lo pedí a Aquel que en la cruz pagó una deuda que Él no tenía y que para mí era imposible pagar: la deuda de mi pecado.
Tú necesitas a Jesucristo y Él está a una oración de distancia. Pídele ahora mismo que te perdone y que venga a vivir en tu corazón como tu Salvador personal.