No voy a referirme aquí a la famosa canción de Paquita la del Barrio. Permíteme mejor citar una frase que Heriberto Hermosillo (ex músico de Luis Miguel) repite con frecuencia: “No digo que soy peor que una rata de alcantarilla… por respeto a las ratas”.
Y es que, biológicamente hablando, las ratas se parecen mucho a nosotros. Por eso son el modelo animal más utilizado en biomedicina. Ambos somos mamíferos: tenemos pelo, glándulas mamarias, cuatro extremidades, columna vertebral, corazón de cuatro cámaras, pulmones, hígado, riñones y un sistema nervioso notablemente similar.
Claro que las diferencias son enormes, pero hay una que destaca por encima de todas: la autoconciencia. Cuando se hace la prueba del espejo, la mayoría de los bebés de entre 18 y 24 meses la superan: se reconocen a sí mismos. Ninguna rata lo ha logrado jamás. Eso no es un “salto evolutivo”; es la marca indeleble de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios.
El ser humano es tripartito y tiene Cuerpo: la parte material y visible; Alma: sede de la mente, las emociones, la voluntad y la personalidad; Espíritu: la dimensión más profunda, capaz de conocer a Dios, adorarle y relacionarse con Él.
Sin embargo, el pecado distorsionó esa imagen divina. A causa del pecado, el cuerpo se corrompe y muere, el alma se enferma y se pervierte, y el espíritu queda muerto en delitos y pecados (Efesios 2:1).
Heriberto tiene toda la razón: no es justo compararse con una rata de alcantarilla… por respeto a las ratas. Ellas no pecan; nosotros sí, y muchas veces lo hacemos de forma consciente y deliberada.
Sin embargo, Dios ha provisto la solución y le costó todo. Escucha estas palabras de Jesús: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él» (Juan 3:16-17).
Dios te ama tal como eres, pero te ama demasiado como para dejarte así. Jesús cargó en la cruz con todos tus pecados, culpas y rebeliones; recibió en sí mismo el castigo que tú y yo merecíamos, para reconciliarnos con el Padre. Dile en este momento: “Jesús, creo en ti. Ven a mi corazón. Te recibo como mi Salvador y Señor. ¡Sálvame! Amén”