El terror postapocalíptico se materializa a través de la verborrea de los poderosos. El mundo parece acomodarse para el triunfo del sinsentido y la violencia, y mientras de un lado vemos a millonarios caprichosos conformando la reactividad política de la potencia occidental, del otro lado asistimos a un discurso defensivo que parece no reparar en las consecuencias de, en el contexto actual, poner sobre la mesa la posibilidad de la devastación nuclear.
Ante un escenario como el actual, en el que la escalada de conflictos armados tendría catastróficas consecuencias globales, resulta complicado no pensar en la terrible obliteración del individuo en la perspectiva de los verdaderos poderosos: lo innecesarios e inútiles que resultan nuestros sueños, nuestras voces y deseos. Pareciéramos reducidos a la voluntad del poder político que intenta implantar, siempre, sus ideologías, incluso a costa de la destrucción masiva e irreversible del mundo que conocemos actualmente.
Quiero creer que las amenazas que se articulan desde ambos lados son sólo herramientas retóricas similares a las señales que se envían dos perros en la calle que terminan en un encuentro inofensivo. Los misiles hablarán por sí mismos; la inevitabilidad de represalias, etc.
Si de por sí nuestras vidas están a merced legislaciones ineficientes e intereses políticos aparentemente más urgentes, las amenazas de una guerra de escala global nos reducen aún más a marionetas del interés de los poderosos, y condena nuestras vidas al capricho de quienes manejan el mundo. La realidad nos orilla a repensar en todo sentido nuestra existencia y replantearnos qué significa la paz, qué función tiene la ternura y el papel que jugamos en un mundo cuyas reglas nos condenan a observar a unos cuantos decidiendo el destino ya no sólo de sus naciones, sino del mundo entero, desde lo que parece un sinsentido.
No creo que debamos prepararnos para una guerra, pero los efectos de la simple amenaza bastan para un mundo que vive ya sin una idea clara del futuro.