Dicen que Keeper, el perro de Emily Brontë, siguió el cortejo fúnebre de su dueña hasta la tumba, y que aulló por semanas a la puerta de su habitación, esperando que regresara.
Los perros son maravillosos. Si de verdad han amado a uno, saben a lo que me refiero: terminamos comprendiendo su lenguaje de pelos y ladridos, sabiendo si tienen hambre, quieren jugar o están aburridos.
Y creo que es más evidente que ellos aprenden a identificar nuestras alegrías y tristezas. Habrá, claro, quien reduzca esta magia a conceptos etológicos, y qué pena me da que sepan el secreto biológico que lleva a Amash, mi perro, a descansar su cabeza sobre mi pierna mientras trabajo, o a echarse a mi lado y respirar calmado cuando algo me aterra o me duele.
La tradición nos ha enseñado que la lección de los perros es la lealtad, pero en realidad nos preparan para la pérdida, para el dolor. El amar a un perro nos enfrenta al duelo anticipado de su ausencia, a la impotencia ante la muerte. Sí, con ellos aprendemos que el amor, a grandes rasgos, es dar un poco de nosotros (de nuestro tiempo y esfuerzo) para el bienestar de otro ser vivo… pero también aprendemos a extrañar, a sufrir el amor que se interrumpe irremediablemente por una fuerza infinitamente superior a nosotros. Yo amé a Borges, mi San Bernardo, como a ningún otro perro de mi pasado. A veces, las coincidencias inevitables de la vida me hacían creer que él tomaba ciertos golpes por mí y los convertía en cosas hermosas. Tal vez por eso, cuando murió, sentí que mi vida empezó a ir en una espiral de dolor y tristeza: perdí mucho en poco tiempo. De vez en cuando, le armo pequeños tributos. Supongo que este es uno de ellos.
Amen a sus perros.
Alfonso Valencia
@eljalf